La iglesia y la Independencia de México

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Texto escrito por el P. Alfredo Monreal Sotelo en torno a la Independencia de México y el papel que tuvo en ese proceso la Iglesia Católica. Presentado en la Asamblea de Formación permanente del Presbiterio de la Diócesis de Colima, México, e1 27 de Septiembre de 2010.

Introducción

A las dos de la mañana del 16 de septiembre de 1810, Hidalgo y Allende fueron informados de los últimos sucesos, y comprendieron que era indispensable tomar una decisión, misma que fue expresada por Hidalgo con estas palabras: «Caballeros, esta-mos perdidos. No hay más recurso que ir a coger gachupines».

Siendo domingo, a las cinco de la mañana había mucha gente del pueblo de Dolores y de los alrededores reunida para asistir a Misa, a todos ellos el Párroco aren-gó diciéndoles: que los peninsulares querían entregar el Reino a los franceses, por lo que era necesario combatir el mal gobierno de aquellos y defender el territorio para su Rey legítimo, Fernando VII; que se iría hasta la capital, se instalaría un gobierno nuevo y no habría más opresión ni tributos.

La Independencia de México es un hecho trascendente de nuestra historia, in-teresante y que nos da razones para comprender mucho de lo que somos y tenemos como pueblo. En la exposición iremos siguiendo paso a paso los hechos de este acon-tecimiento, poniendo atención en el papel que jugó la Iglesia y procurando rescatar las enseñanzas que nos deja para nuestros días.

1. La época colonial comienza a llegar a su fin

En España al morir Carlos II de Habsburgo el 1 de noviembre de 1700, se extinguía para siempre la dinastía de los Habsburgo en el trono de España, pues dicho rey falle-cía sin dejar descendencia. Para sucederlo ocupó el trono Felipe V de la familia Borbón, nieto de Luis XIV, rey de Francia. Después de una prolongada guerra por la sucesión se consolidó Felipe en el poder y la península se vio sujeta a una fuerte influencia france-sa en aspectos políticos, económicos y culturales.

El 6 de marzo de 1701 llegó a Veracruz el navío que traía la noticia de la designa-ción de Felipe V como nuevo rey de España. La impresión general por tal noticia fue de alegría, a pesar de algunas noticias que se difundieron en sentido contrario. El padre Mariano Cuevas llega a decir que la Nueva España dio esas muestras de alegría por no saber todos los males que se vendrían, más que por la dinastía, por el espíritu y la ad-ministración que entonces se instalaba.

Los virreyes de Nueva España que se nombraron por la nueva dinastía, no se dis-tinguían ni por el empuje de la conquista, ni por la fundación de grandes instituciones, ni mucho menos por el bienestar de los indios, sino por la cantidad de recursos que podían enviar a la corona de España.

Durante el último tercio del siglo XVIII, los reyes borbones de España implanta-ron una serie de medidas propias del “despotismo ilustrado” conocidas, como “Refor-mas borbónicas”. Su principal impulsor fue Carlos III, quien envió a América al visitador José de Gálvez, hombre muy eficiente. El propósito de las reformas era principalmente reforzar el dominio español y extraer más recursos de las colonias.

Una innovación importante fue la creación de las Intendencias, decretada en 1786. Los Intendentes con amplios poderes, restaban fuerza al Virrey y a la Audiencia, permitiendo así un dominio más efectivo de la Corona Española. También se descen-tralizó el cobro de impuestos, lo que quitó otra fuente de poder al Virrey y a la Audien-cia, y se combatió enérgicamente la corrupción de los alcaldes mayores y de otras au-toridades locales.

Otra medida que se aplicó fue la abolición del monopolio comercial de que go-zaban en España, la ciudad de Sevilla y, en la Nueva España, la ciudad de México; se crearon nuevos consulados de Comercio en la colonia.

La Iglesia católica, que concentraba un inmenso poder económico además del religioso-cultural, sufrió también los embates de la reformas. Desde las primeras déca-das del siglo XVIII se había prohibido la fundación de nuevos conventos y se habían tomado otras disposiciones para reducir su fuerza.

El Consejo extraordinario de Castilla resolvió el 29 de enero de 1767 la expul-sión de todos los miembros de la compañía de Jesús de los dominios de España y la confiscación de sus bienes. El rey Carlos III firmó la “Pragmática Sanción” el 27 de fe-brero siguiente. El conde de Aranda se encargó de la ejecución. La Compañía de Jesús fue expulsada por la acusación de conspirar contra el rey (motín contra el ministro Es-quilache), por ser considerada peligrosa debido a su gran riqueza, a su predominio en la enseñanza superior, a su influencia entre los indígenas y a su independencia frente al Estado. La expulsión en la Nueva España realizada con gran habilidad, rapidez y con apoyo de tropas enviadas desde España, causó varias sublevaciones; entre ellas en las ciudades de San Luis Potosí, San Luis de la Paz y Guanajuato, donde la represión fue violenta. Guanajuato tuvo que pagar un tributo que sobrevivió hasta el estallido de la guerra de Independencia. De 678 jesuitas, 101 perecieron en el viaje a Italia. Especial-mente la ciudad de Bolonia fue testigo de la intensa laboriosidad literaria de los mexi-canos desterrados. En 1773 el Papa Clemente XIV extinguía totalmente la Orden de los jesuitas.

La expulsión de los jesuitas y las represiones que se aplicaron para reforzarla hicieron crecer el disgusto que ya existía contra el gobierno español. Al mismo tiempo se acentuó la diferencia entre el bajo clero criollo y la alta jerarquía eclesiástica, inte-grada por peninsulares. Las calamidades naturales de los años siguientes fueron expli-cadas como el castigo del sacrilegio cometido y como signos de la ira de Dios.

El gobierno español exigió, en 1804, que la Iglesia cobrara los préstamos que había otorgado y remitiera esos fondos a España, cuyas autoridades pagarían los inter-eses correspondientes. La medida perseguía dos propósitos: por una parte se trataba de disminuir la fuerza económica de la Iglesia y, por otra, la metrópoli deseaba obtener recursos para sostener sus guerras. La consecuencia fue una aguda escasez de capita-les, que no sólo afectó a la Iglesia, sino también a muchas actividades económicas fi-nanciadas por ésta y provocó el disgusto de las familias adineradas de la Colonia y también de muchos obreros que perdieron su trabajo.

LA REAL CEDULA DE CONSOLIDACION DE VALES: Esta orden, expedida en 1804, disponía que la Iglesia cobrara en un plazo de diez años los préstamos que había otor-gado. La medida sólo se aplicó parcialmente, pero afectó a toda la vida económica: muchas haciendas, minas, predios urbanos y negocios estaban hipotecados, y pagaban un interés anual del 5% por los préstamos recibidos. Normalmente se renovaban los créditos a su vencimiento. Al no poder pagar el capital los dueños se veían obligados a vender sus propiedades porque de no hacerlo estas eran rematadas por las autorida-des, bajando así catastróficamente el valor de los bienes; muchas empresas se arruina-ron dejando en el desamparo a sus trabajadores.

Los capitales que en virtud de ese decreto, fueron enviados a España llegaron a la suma de $44´500,000 pesos. Quienes más resintieron esa funesta sangría fueron los agricultores y los industriales en pequeño. La apelación más fuerte a la Corona fue la del Cabildo Eclesiástico de Michoacán.

En el mismo período, el gobierno real dio nuevas facilidades a la minería, que provocaron un gran auge de esta actividad. Se creó un banco para fomentarla y se fundó la Escuela de Minería, cuyo palacio todavía destaca en la ciudad de México.

También se produjeron importantes innovaciones en la vida cultural y científi-ca, que contribuyeron a la formación de la conciencia “americana” de grandes sectores criollos, y se fundó la academia de San Carlos para el cultivo sistemático de las artes.

Como resultado general de las Reformas Borbónicas se fortaleció el dominio de España sobre sus colonias y se incrementaron los recursos que se obtenían de ellas. Algunos sectores sociales, como los dueños de minas y ciertos grupos de comerciantes se enriquecieron; deseaban obtener mayores libertades y beneficios, y se sentían frus-trados por las limitaciones a que seguían sujetos. Al mismo tiempo se incrementó la inseguridad y empeoraron las condiciones de vida de amplios sectores populares, de muchos pueblos indios y de varios núcleos de trabajadores y aumentó la pobreza entre la población de los campos y de las ciudades, la que frecuentemente no contaba con ocupación fija.

Durante todo el período colonial y también después de este, la vida social refle-jaba la división entre españoles ricos y la población pobre de las ciudades y áreas rura-les. Los indígenas que vivían en sus pueblos llevaban muchas veces una dinámica pro-pia y diferente. En el siglo XVIII, sobre todo en el último tercio y hasta el momento del inicio de la lucha por la independencia, las fiestas y diversiones se veían influidas por el ambiente de la ilustración (tertulias), y se manifiesta un cambio en la manera de pen-sar, lo que será una de las causas del movimiento de independencia.

2. La Independencia es un fenómeno que tiene sus causas.

Asimismo, hacia finales del siglo XVIII, debido a las causas internas y externas se desarrolló en la América Española un nuevo ambiente social que habría de trastocar el orden aparentemente estable formado en más de dos siglos de colonia. Al presentarse condiciones propicias para el cambio, en la primera década del siglo XIX, esta situación se tradujo en los movimientos que culminaron con la Independencia de casi todas las colonias españolas, así como de Haití y Brasil.

a) CAUSAS INTERNAS: El descontento indígena y de otros sectores sociales, que se había manifestado en diferentes formas durante todo el período colonial, constitu-yó un elemento en la creación de las condiciones que dieron lugar a las luchas por la Independencia en México y en la mayor parte de América Latina.

La mayoría de la población (el 60%) no hablaba castellano en 1810. Muchos de sus dirigentes rebeldes se referían a la vida anterior a la conquista afirmando que aquellos tiempos los pueblos habían vivido en libertad y bajo un régimen justo. Olvida-ban y disminuían las luchas violentas y las contradicciones de la época prehispánica. Esta idealización del pasado fue una manera de afirmar la identidad.

Los pueblos indígenas no eran el único sector reprimido y pobre en vísperas de la lucha por la Independencia. Formaban también parte de éste los negros, esclavos o libres, y los mestizos o castas, quienes sufrían distintos grados de discriminación y ex-plotación.

De gran importancia fue el cambio en la forma de pensar de los criollos. Duran-te casi tres siglos se habían considerado orgullosamente españoles, aunque resentían la discriminación a que los sujetaban los nacidos en la Península. Ahora se sentían cada vez más americanos y menos españoles, y empezaron a reivindicar la pasada grandeza de los indígenas, manteniendo al mismo tiempo su dominio y desprecio sobre los des-cendientes de éstos.

Entre las expresiones de este americanismo fue notoria la obra de los jesuitas novohispanos exiliados en Italia, que manifestaron en varios libros la grandeza de América, su naturaleza, riqueza y belleza, y los logros de sus habitantes prehispánicos. Sobresalieron en este grupo autores como Rafael Landívar, quien compuso en latín el poema Rusticatio Mexicana, Francisco Javier Clavijero con su Historia Antigua de Méxi-co y Francisco Javier Alegre.

Fray Servando Teresa de Mier (1765-1827). En la capital de la Nueva España, este joven dominico, en su sermón del 12 de diciembre de 1794 dedicado a la Virgen de Guadalupe, retomó la afirmación de que Quetzalcóatl había sido, en realidad, el apóstol santo Tomás. Con ello negaba la legitimidad de la conquista, al decir que desde remotos tiempos los indios ya eran cristianos aunque en forma distinta a la Europea. La audaz afirmación causó tremendo revuelo en el gobierno y el alto clero. Fray Ser-vando fue condenado a reclusión y deportando a España. Ahí se escapó y llevó una vida de andanzas y aventuras por varios países europeos. Posteriormente volvió a México donde participó activamente en las luchas de Independencia del país y por su organización, una vez alcanzada ésta.

Este ambiente social se combinaba con el resentimiento de los criollos por los privilegios de los peninsulares en cuanto a altos puestos gubernamentales y en la Igle-sia, y por el control que éstos ejercían en las principales actividades económicas. A la situación de descontento general se añadieron las malas cosechas, frecuentes en la década en cuestión, que provocaron carestía y hambre, propiciando el desarrollo de muchas enfermedades (pestes).

b). CAUSAS EXTERNAS: Dos grandes corrientes de ideas políticas provenientes de Europa influyeron para debilitar la autoridad absoluta del rey y adquirieron gran fuerza debido a la situación interna de la Nueva España. Una de ellas fue la Ilustración Francesa con sus aplicaciones en la Independencia de las colonias inglesas de Nortea-mérica. La otra era la del DERECHO NATURAL (Iusnaturalismo), de antigua tradición en España, según la cual la soberanía radica en el pueblo, el cual tiene el derecho de desti-tuir a un rey que atenta contra el orden natural deseado por Dios.
Contribuyeron al nuevo ambiente los grandes acontecimientos internacionales de finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX. En la “Guerra de siete años” (1756-1763), España estuvo aliada con Francia; su adversaria Inglaterra ocupó temporalmen-te la Habana y Filipinas, y se apoderó de Canadá, colonia francesa. En 1776, las colo-nias inglesas de Norteamérica declararon su Independencia; triunfaron en una prolon-gada guerra, en la que contaron con el apoyo de Francia y España. Estos conflictos desequilibraron el comercio marítimo de la Nueva España. Además la metrópoli exigió fuertes contribuciones económicas a la colonia para sostener su esfuerzo bélico (Entre dos majestades). La situación causó graves inquietudes en toda la América Española, y condujo a muchos criollos a considerar el movimiento realizado por los colonos esta-dounidenses como un ejemplo para ellos.

Hacia finales del siglo XVIII, la Revolución Francesa sacudió a Europa. La deses-peración ante la pobreza, la inconformidad debido a la desigualdad social, el intento de poner en práctica los ideales de la ilustración, expresados en el lema de: «Libertad, Igualdad, Fraternidad»; la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, la ejecución en la guillotina del rey Luis XVI y de la reina María Antonieta y la masiva par-ticipación popular no dejaron de impresionar a las colonias españolas. Los criollos se sintieron animados, pero también se atemorizaron y temieron por sus propios privile-gios, al enterarse de los aspectos radicales de la Revolución, que canceló con violencia los privilegios feudales.

La primera independencia obtenida en América Latina, la de Haití, tuvo una importante repercusión en la región. En esta Isla, colonia de dominio francés, los colo-nos franceses lograron la igualdad respecto a sus conciudadanos en Francia y, lo que fue más importante aún, los esclavos negros se sublevaron, triunfaron y abolieron la esclavitud. Ante los intentos de Francia de reafirmar su dominio sobre el país, los in-surgentes proclamaron la independencia en 1804 y la defendieron exitosamente co-ntra los intentos de reconquista. La consecuencia de lo sucedido fue doble: por una parte se animaron las ideas partidarias de la independencia y, por otra, provocó temor entre los criollos.

Este conjunto de movimientos político-sociales-ideológicos creó el ambiente que, en el momento en que se presentó la ocasión propicia, dio lugar a la lucha de in-dependencia, con sus dos vertientes: la de la separación de España, y la de la búsqueda de una transformación interna.

3. La Sociedad y la Iglesia ante la Emancipación.

La población de la Nueva España en la primera década del siglo XIX estaba divi-dida de la siguiente manera: 70,000 españoles nacidos en España; 1,245,000 Criollos; 3,100,000 Indios; 1,410,000 Castas; 10,000 Negros. En una proporción creciente, esta situación fue mantenida durante tres siglos de la dominación española. Por otra parte, hubo cinco tipos de la propiedad de las tierras: la comunal de los pueblos indígenas, la comunal de los nuevos pueblos postcortesianos, la propiedad de la Iglesia, la propie-dad particular indivisible, ligada a los testamentos o a los mayorazgos.

Los obispados de entonces eran 10, los candidatos a las sedes eran presentados por la Corona de España, y luego nombrados por la Santa Sede. El número de sacerdo-tes y de religiosos era entre 8,000 y 9,000; descontando los religiosos no ordenados, el total de sacerdotes se reduce a 6,000. También es notoria la desproporción de la dis-tribución de los sacerdotes. Mientras que en el arzobispado de México vivían 2,657 sacerdotes, en Texas solamente había 13 franciscanos. En Puebla había un poco más de 1,000 sacerdotes y, en cambio, en la Alta California no llegaban a 40 los misioneros franciscanos.

4. Condiciones Inmediatas para la Insurrección.

Toda Europa estaba convulsionada por la Revolución Francesa de 1789, durante la cual la acción violenta del pueblo había abolido el gobierno de los reyes y liquidado los privilegios de la nobleza. En 1799, el general Napoleón Bonaparte llegó al poder en Francia y sometió a casi toda Europa a su dominio. La Gran Bretaña fue su gran adver-sario (Inglaterra), a la que nunca pudo someter.
Con el fin de destruir la economía de Inglaterra, Napoleón decretó “el bloqueo continental”. El bloqueo fue roto por Inglaterra a través de su aliada Portugal. Con el objetivo de imponer su dominio, Napoleón ocupó Portugal en 1807, para lo cual cruzó con sus ejércitos España y la incorporó plenamente a sus dominios. El rey portugués Juan VI, huyó a su colonia Brasil.

Carlos IV, rey de España, no supo resistir a la invasión francesa y renunció en 1808 a favor de su hijo Fernando VII, aunque después buscó el apoyo de Napoleón para volver al trono. El emperador francés convocó a los dos monarcas españoles a la ciudad de Bayona, donde los hizo renunciar a la corona para confiarla a su hermano José Bonaparte. A raíz de estos acontecimientos estalló en España una sublevación con el fin de restaurar la independencia, devolver el trono a Fernando VII y establecer una monarquía constitucional de tipo liberal.

El 19 de julio de 1808 llegó a la Nueva España la noticia de la renuncia al trono de Carlos IV y de Fernando VII y de la constitución de diversas juntas nacionalistas en España, que pretendían ser reconocidas como gobierno provisional y legítimo de la Península. El Cabildo de la Ciudad de México encabezado por Francisco Primo de Ver-dad y Juan Francisco Azcárate, influidos por el fraile peruano Melchor de Talamantes, quisieron aprovechar la oportunidad y planteó que los novohispanos asumieran provi-sionalmente el gobierno.

Parecía que el movimiento iba a tener éxito. Importantes miembros de la aris-tocracia criolla lo apoyaban. Al propio Virrey, José de Iturrigaray, que debía su puesto al favorito de la esposa del rey Carlos IV, Manuel Godoy, se le ofreció la regencia hasta que volviera Fernando VII al trono y se mostraba de acuerdo aunque con actitud vaci-lante. Los españoles peninsulares consideraron que las pretensiones del ayuntamiento amenazaban sus privilegios. Gabriel de Yermo, rico terrateniente y comerciante vizcaí-no, la noche del 15 de septiembre de 1808 y apoyado por unos 600 hombres, tomó prisionero a Iturrigaray, y en su lugar fue puesto el octogenario don Pedro de Garibay. Muchos de los participantes de este primer intento de independencia fueron a dar a las cárceles, en donde algunos de ellos murieron en forma misteriosa.

El Virrey Pedro de Garibay captando el ambiente existente canceló la Cédula de consolidación de Vales, pero no logró impedir que siguiera cundiendo el descontento. El epicentro del movimiento independentista se trasladó de la capital al Bajío (Dióce-sis de Michoacán) y a la ciudad de Querétaro. Esto no fue casual ya que se trataba de una zona con importante desarrollo minero, industrial, agrícola y comercial, perjudica-da por la política española y los acontecimientos internacionales. Además, los años de 1808 a 1810 habían sido de malas cosechas que acrecentaron el hambre y los sufri-mientos en el pueblo.

Casi un año después, el 6 de septiembre de 1809, se comenzaron a reunir los canónigos del cabildo de Valladolid. Ahí se inició el desarrollo de la parte intelectual de la gran obra de la independencia. Podría decirse que Abad y Queipo fue el principal motor intelectual de esas reuniones, a pesar de que, al levantarse en armas Hidalgo, haya sido posteriormente uno de sus más tenaces opositores. A dicha conspiración asistían casi todos los prebendados de la Catedral. Entre los asistentes se pueden enumerar Manuel de la Bárcena, fray Vicente de Santa María, Manuel Ruíz de Chávez, Michelena, Obeso, el licenciado Soto y Saldaña. Al descubrirse esas juntas se trató de procesar a los participantes, sin embargo se dio al olvido quizá por tratarse en su ma-yoría de clérigos.

El arzobispo virrey Lizana, que había suplido a Garibay, no se contentó con res-tar importancia al asunto de Valladolid, sino que el 22 de enero de 1810 declaró: «En el tiempo de mi gobierno ni en la capital, ni en Valladolid, ni en Querétaro, ni en otro pueblo en que ha habido algunos leves acontecimientos y rumores de desavenencias privadas, he encontrado el grado de malignidad que los pocos instruidos han querido darles, pues ello no ha nacido de otro origen que de la mala inteligencia de algunas opiniones relativas al éxito de los sucesos de España». Después del 8 de mayo de ese año (1810), ya bajo la Audiencia que sucedía a Lizana, fueron elegidos los diputados de Nueva España que habrían de ir a las Cortes de Cádiz. Entre los escogidos iban J. Joa-quín Pérez, J. Miguel Gordoa, J.M. Guridi y Alcocer y Miguel Ramos Arizpe.

5. Las campañas de Hidalgo, «El Padre de la Patria»

El profundo descontento, las malas cosechas, la desesperación y las inquietudes presentes en varias capas de la sociedad novohispanas tenían que llegar a explotar tarde o temprano como una revuelta social o movimiento militar, y así fue. Llama la atención que hayan participado un buen número de clérigos en la causa en el nivel de dirigentes y es explicable este hecho por su notable influencia en la población, por su sensibilidad sacerdotal, por su inconformidad ante la situación y por su formación inte-lectual.

Siendo Cura párroco de Dolores (Guanajuato), don Miguel Hidalgo y Costilla, estuvo en comunicación con los participantes de las juntas de Valladolid de 1809, y hasta tuvo contactos personales con ellos, lo cual indica que simpatizaba con las ideas de la insurrección. Ya en 1810, también en la ciudad de Querétaro, se estuvieron re-uniendo algunos de los simpatizantes de la causa de la Independencia, entre ellos: Ig-nacio Allende, Juan Aldama y Mariano Abasolo. La conspiración estaba disfrazada de tertulia literaria. El local de las reuniones era la casa de un padre Sánchez o la casa del corregidor Domínguez. La esposa de este, doña Josefa Ortiz de Domínguez también tomaba parte en dichas reuniones. El destacado padre Hidalgo, aceptó encabezar el movimiento.

La conspiración fue delatada por traición a las autoridades virreinales en sep-tiembre de 1810. No hubiera sido difícil para sus integrantes obtener el perdón del gobierno, como lo habían logrado el año anterior los miembros de la Conjura de Valla-dolid, quienes sólo habían recibido castigos leves. Sin embargo los involucrados deci-dieron lanzarse a la lucha.

Eran las tres y media de la mañana del 16 de septiembre de 1810. Lo primero que hicieron Allende y Aldama, apoyados por 80 hombres armados, fue recoger el de-pósito de armas del Regimiento de la Reina, y apresaron a 19 españoles peninsulares; el movimiento consideraría a éstos como sus principales enemigos. A las cinco de la mañana Hidalgo arengó al grupo de feligreses que llegaban para asistir a Misa. Luego salió el contingente rumbo a Atotonilco, en donde tomó una imagen de la Virgen de Guadalupe, y la enarboló como estandarte de guerra. Los realistas o partidarios del gobierno español, a su vez, adoptaron como protectora y generala a la Virgen de los Remedios.

Al llegar por la noche a San Miguel el Grande se le incorporó el regimiento de Dragones de la Reina con Allende al mando y aquí el contingente llegó a los 5,000 hombres. Su grito era “Viva la Virgen de Guadalupe y mueran los gachupines”. De ahí pasó a Celaya, que se le rindió el día 21 de septiembre. Su ejército improvisado alcanzó en este lugar el número de 50,000 hombres. Al aproximarse a Guanajuato el día 28 de septiembre, Hidalgo exhortó a la rendición al intendente Antonio Riaño. Al no rendirse éste, y encerrándose en la Alhóndiga de Granaditas, lanzó Hidalgo sus fuerzas sobre ella, la tomaron y pasaron a cuchillo a los soldados que quedaban y a todos los que en ella se habían refugiado. Aquí sucedió el episodio realizado por el minero conocido como “El Pípila”. De Guanajuato pasó Hidalgo a Valladolid, que tomó sin encontrar resistencia; en Charo se le acercó el Cura José María Morelos, quien se ofreció para participar como capellán en la tropa de Hidalgo, pero éste, juzgando con acierto las capacidades de aquel humilde y hábil sacerdote, le encomendó extender la rebelión en los territorios del sur del país. Luego siguió su marcha hacia la Ciudad de México, con un ejército multitudinario e indisciplinado de unos 80,000 soldados. El 28 de octubre llegó Hidalgo a Toluca y prosiguió la marcha y en el monte de las Cruces venció al Co-ronel Trujillo que intentó detenerle. Los Insurgentes vencieron en esta batalla a costa de grandes sacrificios; se narra que se arrojaban valientemente sobre los cañones es-pañoles hasta inmovilizarlos.

En el pueblo de Cuajimalpa, Hidalgo decide emprender la retirada. No se cono-cen bien las causas de esta decisión, algunos indican que no quiso exponer al saqueo la ciudad, otros señalan que temía quedar atrapado con poco parque a dos fuegos, el de los defensores de la ciudad y el del ejército al mando de Calleja que se acercaba desde San Luis Potosí. Para entonces la rebelión de Hidalgo ya había encontrado eco en mu-chas regiones del país. En San Luis Potosí, en Zacatecas, en Guadalajara, en el Sur de Jalisco, en Colima, entre otras partes, se produjeron sublevaciones en apoyo al movi-miento iniciado en Dolores.

El carácter popular de la insurrección se afirmó con varias medidas decretadas por Hidalgo. Entre ellas destacan la supresión de las castas, la abolición de la esclavi-tud, la cancelación de los tributos que debían pagar los indios y la restitución a estos de sus tierras. Las medidas señalaban el rumbo de la insurrección y el impacto causado por la toma y saqueo de Guanajuato, hicieron que el alto clero y los grupos de propie-tarios se convirtieran en enemigos decididos de la insurrección. En las filas de los in-surgentes también se manifestaron las contradicciones entre quienes buscaban una transformación social, encabezados por Hidalgo, y los que deseaban la independencia sin perder sus privilegios, como Allende que posteriormente entraría en conflicto abierto con el Párroco de Dolores.
Las tropas de Hidalgo, disminuidas por la deserción de unos 40,000 hombres, sufrieron una derrota militar en Aculco a manos de Félix María Calleja, experto militar peninsular. Por lo cual el dirigente insurgente se retiró a Guadalajara, donde con apoyo de Ignacio López Rayón trata de establecer un gobierno, publicó varios decretos, entre ellos el de la abolición de la esclavitud y mandó editar el periódico: El despertador Americano. Desde ahí envió emisarios a distintas regiones del país para extender la rebelión y trató de entrar en contacto con Estados Unidos, pero los enviados fueron apresados en el camino. Al acercarse las tropas de Calleja a Guadalajara, Hidalgo trató de detenerlas en Puente de Calderón (enero de 1811), donde sufrió una derrota que destruyó el ejército insurgente.

Los jefes de la rebelión se dirigieron al norte, para buscar apoyo de los Estados Unidos y revitalizar el movimiento. En el camino, Allende despojó a Hidalgo del mando. Y en Acatita de Baján (Coahuila), Ignacio Elizondo, traicionó y apresó al grupo insurgen-te. Miguel Hidalgo, Ignacio Allende, Mariano Jiménez y Juan Aldama fueron conducidos a Chihuahua, juzgados, condenados a muerte y ejecutados. Los españoles colocaron sus cabezas en jaulas que fueron colgadas en las esquinas de la Alhóndiga de Granadi-tas, en Guanajuato, donde permanecieron hasta 1821. Otros insurgentes también fue-ron fusilados.

LA EXCOMUNIÓN DE HIDALGO: Manuel Abad y Queipo, quien había sido amigo personal de Hidalgo, decretó en septiembre de 1810 la excomunión del dirigente in-surgente. Estos son algunos párrafos del extenso documento: «Como la religión con-dena la rebelión, el asesinato, la opresión de los inocentes; y la madre de Dios no puede proteger los crímenes; es evidente que el Cura de Dolores, pintando en su estandarte de sedición la Imagen de Nuestra Señora…, cometió dos sacrilegios gravísimos, insul-tando a la religión y a nuestra Señora. Insulta igualmente a nuestro soberano, despre-ciando y atacando el gobierno que le representa, oprimiendo sus vasallos, perturbando el orden público…

En este concepto, y usando de la autoridad que ejerzo como obispo electo y go-bernador de esta mitra (Michoacán), declaro que el referido don Miguel Hidalgo, cura de Dolores, y sus secuaces, los tres citados capitanes (Allende, Aldama, Abasolo), son perturbadores del orden público, y que han incurrido en excomunión.

Declaro que el dicho cura Hidalgo y sus secuaces son unos seductores del pueblo y calumniadores de los europeos. Los europeos no tienen ni pueden tener otros inter-eses que los que tenéis vosotros los naturales de este país, es a saber, auxiliar la madre patria en cuanto se pueda».
El arzobispo de México, Francisco de Lizana y Beaumont, ratificó el edicto de Abad y Queipo. Hidalgo por su parte, publicó una declaración en la que insistía en su fe católica y justificaba el movimiento que encabezaba.
Los obispos mexicanos en su documento Conmemorar Nuestra Historia desde la fe, sobre la excomunión de Hidalgo señalan: «Manuel Abad y Queipo, Obispo Electo de Valladolid, fue el primer prelado que reprobó la Insurrección y además declaró que Hidalgo y todos sus seguidores y favorecedores habían incurrido en excomunión por aprender a personas consagradas. Esta reprobación y declaración fueron refrendadas luego por otros obispos. Sin embargo, el propio Abad y Queipo confesó que lo hacía por frenar a los insurrectos; los insurgentes, entre quienes se sumaron doctores en teología y cánones, estimaron que tal excomunión era inválida, por varias razones, entre ellas, porque no se podía excomulgar a pueblos enteros por un levantamiento justificado, y porque aquella aprehensión de personas consagradas era efecto colateral del levanta-miento. No obstante, los civiles extraídos de sus hogares, autorizados por Hidalgo, pu-sieron en entredicho la justicia del levantamiento y, ciertamente, al incluirse dos perso-nas consagradas en esos crímenes, acarrearon la excomunión sobre sus autores. Hidal-go, durante los más de cuatro meses de su prisión, reconoció este exceso de su movi-miento, se dolió de ello, lo confesó sacramentalmente y le fue levantada, desde enton-ces tal excomunión » (No. 36).

6. Llega el Movimiento de Independencia a Colima.

La presencia de Hidalgo en Colima, nombrado párroco de la parroquia de San Felipe de Jesús del 10 de marzo al 26 de noviembre de 1792, tiene una gran significa-ción histórica, pues es indudable que dejó la simiente de sus ideas avanzadas, como preámbulo para comprometerse en el cambio de sistema social, económico y adminis-trativo de la Nueva España, por la que ofrendó su vida.

El 19 de septiembre de 1810, apenas dado el grito de Dolores por el cura Mi-guel Hidalgo y Costilla, don Roque Abarca, presidente de la Audiencia de Nueva Galicia, gobernador e intendente de Guadalajara, mandó al subdelegado de Colima Juan Lina-res estar atento ante una posible conmoción. El obispo Juan Cruz Ruiz de Cabañas hacia lo propio poniendo sobre aviso al cura de Colima, José Felipe de Islas, sobre el estado de la insurrección y le encarecía mantener unida a la grey en torno a la “divina y humana Potestad”.

A las 10 de la mañana del primero de octubre salieron de Colima hacia Guadala-jara 500 hombres, incluida la oficialidad, el capellán y el cirujano, formando seis com-pañías. Dejaban la Villa y su provincia desprotegidas. El presidente de la Real Audiencia llamaba a la Unidad, a que borraran los resentimientos personales y las rivalidades por haber nacido en distintos pueblos. De modo explícito decía: “Todos somos españoles”. Más allá de nuestro color “Todos somos vasallos del Rey legítimo que hemos jurado y todos somos católicos”.

Sin embargo, entre aquellos vecinos surgía la duda frente a la interpretación dada al bando oficial porque a sus oídos había llegado la noticia de que el movimiento insurgente lo encabezaba su antiguo párroco don Miguel Hidalgo.

Las reacciones no tardaron en aparecer. El 6 de octubre, a instancias del sacer-dote José Antonio Díaz, el ayuntamiento (alcalde) de San Francisco Almoloyan invitó a los ayuntamientos (Repúblicas de indios) de Comala, Zacualpan, Coquimatlán, Teco-mán, Tamala, Ixtlahuacán y Cuatlán, para comentar y seguramente planear el pronun-ciamiento a favor de la Independencia; movimiento descubierto y frenado por los es-pañoles. El padre Díaz estuvo a punto de ser aprehendido y posteriormente partió a Guadalajara donde Hidalgo lo nombró consejero y Proveedor general del Ejército In-surgente.

Los españoles fabricaron armas y tomaron providencias para defender la Villa, pero después de derrotar José Antonio Torres a los realistas en Zacoalco (4 de noviem-bre), las providencias, armamento y patrullas de vigilancia fueron inútiles. El 8 de no-viembre entraban las tropas insurgentes al mando de Rafael Arteaga y José Antonio Torres, quienes depusieron al subdelegado Linares de su cargo.

En Marzo de 1811, los realistas tomaron nuevamente Colima, luego se publicó el bando sobre la aprehensión de Hidalgo (4 de abril). Si bien Colima y sus alrededores estaban bajo control realista, no sucedía lo mismo en otras regiones. Algunas partidas, a cuyo frente estaban hombres como los sacerdotes José Antonio Díaz y Venegas, An-tonio Béjar, Fermín Urtiz, José Calixto, alias “Cadenas”, Manuel y Pedro Regalado, Ra-món Brizuela y un agustino que se decía ser “sobrino del Cura Hidalgo”, asaltaban pueblos muy cercanos como Zapotlán, Tecalitlán y Atenquique, y dominaban Xilotlán, Coalcomán y otros. En el Sur de Jalisco, en los límites con Colima, estaba fuerte la pre-sencia de Gordiano Guzmán, quien en más de una ocasión incursionó sobre tierras de Colima.

7. Morelos continúa la lucha por la Independencia.

La muerte de Hidalgo no significó el fin del movimiento. Durante su marcha al norte, Hidalgo encargó a su secretario Ignacio López Rayón que se encargara de orga-nizar la continuación de la Insurgencia, mientras se buscaban nuevos apoyos. López Rayón después de librar algunas batallas, estableció su cuartel en Zitácuaro, Michoa-cán, donde estableció la “Suprema Junta Nacional de América” (agosto de 1811) para institucionalizar el movimiento. La Junta de Zitácuaro planteó continuar la guerra y defender los derechos del rey de España, Fernando VII. En enero de 1812, Calleja logró tomar Zitácuaro pero la junta siguió sesionando en diferentes lugares.

En el período siguiente, de 1811 a 1815, el movimiento fue encabezado por Morelos. Continuó y defendió las reivindicaciones populares, organizó un ejército dis-ciplinado, menos numeroso que el formado por el Párroco de Dolores pero con más capacidad de lucha. Recibió el apoyo de varios letrados, entre ellos: fray Servando Te-resa de Mier, que se encontraba en Londres, José María Cos y Quintana Roo, quienes habían participado en la junta de Zitácuaro y del escritor Joaquín Fernández Lizardi “el pensador mexicano”.

Si en tiempos de Hidalgo logra la guerra de Independencia su mayor extensión, con Don José María Morelos, antiguo párroco de Carácuaro y Nocupétaro, llega a su máxima intensidad. En las campañas militares de Morelos, los hechos más notables fueron el primer intento fracasado de tomar Acapulco, el sitio de Cuautla donde resis-tió Morelos 58 días y realizó el rompimiento del cerco establecido por Calleja, la toma de Orizaba, de Oaxaca y Acapulco (1812-1813). Con el fracasado intento de tomar Va-lladolid se inicia el ocaso de su gloriosa carrera militar; aquí y en otra batalla posterior son apresados los dos principales colaboradores de Morelos: Mariano Matamoros y Hermenegildo Galeana, lo que hizo exclamar al dirigente que le habían quitado sus dos brazos.

Con el propósito de dar estabilidad a la nación, organizó el Congreso que inició en Chilpancingo. En la sesión de apertura se dio lectura al documento redactado por Morelos conocido como “Sentimientos de la Nación”, donde se destaca que: la religión católica sea la única, sin tolerancia de otra; la Soberanía dimana inmediatamente del pueblo; se debe moderar la opulencia y la indigencia; se proscribe la esclavitud y la diferencia de castas, se prohíbe la tortura y se establece por ley constitucional la cele-bración del 12 de diciembre, dedicada a la patrona de nuestra libertad, María Santísi-ma de Guadalupe. Esta Asamblea proclamó la Independencia el 6 de noviembre de 1813, y un año después aprobó la primera Constitución del país en Apatzingán. More-los se proclamó “Siervo de la Nación” y el Congreso a su vez lo nombró “generalísimo”. Después de perder Oaxaca y Acapulco, es tomado prisionero el 5 de noviembre de 1815 y fusilado el 22 de diciembre en Ecatepec. Con la muerte de este gran caudillo insurgente se llegó a 125 sacerdotes fusilados por los realistas.

Sobre la excomunión de Morelos los obispos mexicanos en el documento Con-memorar nuestra Historia desde la Fe, nos dicen: «José María Morelos e Ignacio López Rayón, principales caudillos continuadores de Hidalgo, se apartaron de tales crímenes. No obstante, el mismo Abad y Queipo los declaró nominalmente excomulgados, así como a otros insurgentes, porque supuestamente no reconocieron la potestad de los obispos, ya que independientemente nombraron vicarios generales que ejercían en territorio insurgente actos de jurisdicción eclesiástica y dispensaban impedimentos ma-trimoniales. Sin embargo, los insurgentes también consideraban inválida tal excomu-nión, pues sin negar la potestad de los obispos, conforme a la doctrina moral y canóni-ca, en las circunstancias de guerra, la Iglesia suple la jurisdicción. Morelos, en manos de sus verdugos, también se reconcilió sacramentalmente varias veces, y aún cuando tuviera por inválida aquella excomunión, le fue levantada». (No. 38).

8. Aunque débil, Continúa la Llama Encendida

Muerto Morelos se disolvió el Congreso y muchos de sus miembros aceptaron el indulto ofrecido por el Virrey. La lucha por la Independencia decayó; sólo continua-ron combatiendo algunos grupos, el más importante de los cuales fue encabezado por Vicente Guerrero, en las montañas del sur. En 1817, tuvo la incursión del liberal espa-ñol Francisco Javier Mina, quien llegó a la Nueva España para luchar por la libertad de ésta y combatir así la dictadura que asolaba a la metrópoli, su acción colaboró en man-tener viva la llama del movimiento de Independencia.

El período de 1800 a 1815 se vio dominado en Europa por Napoleón Bonaparte, gobernante de Francia durante este lapso. A su caída se proclamó el “principio de legi-timidad”: la vuelta al poder absoluto de los monarcas y su dominio sobre sus antiguas posesiones. Ya reafirmado Fernando VII en el gobierno, se desmoronó la obra consti-tucional de la corte de Cádiz y buscó reconquistar sus colonias para lo cual pensaba contar con el apoyo de la “Santa Alianza”. España preparó un ejército que debería des-plazarse a América. Sin embargo, en 1820 los liberales españoles se sublevaron, con el apoyo de éste, encabezados por el coronel Rafael Riego comandante del batallón de Asturias. La rebelión se extendió y obligó al Rey a poner nuevamente en vigor la Cons-titución de Cádiz, estableciendo así la monarquía constitucional. La noticia pronto llegó a la Nueva España con la orden real de jurar y cumplir la Constitución, este ordena-miento entró en vigor en México el 31 de mayo de 1820.

Las reacciones en la Nueva España fueron encontradas. En algunos sectores, la Constitución despertó entusiasmo por sus principios de Igualdad y libertad, como es el caso de Joaquín Fernández de Lizardi que en su Catecismo del ciudadano constitucional decía: El primer mandamiento de la Constitución es «amar a Dios y después a la Cons-titución sobre todas las cosas». A su vez, varios grupos influyentes que deseaban evitar su aplicación y conservar su posición de privilegios, comienzan a contemplar mejor separarse de España.

9. Últimos Pasos del camino hacia La Independencia.

En La Profesa, Iglesia frecuentada por la aristocracia criolla de la Ciudad de México, hubo prolongadas reuniones conocidas como las “Juntas de La Profesa”, en las que se manifestaron distintas opiniones. Quienes en tales circunstancias empujaron más hacia la Independencia fueron los padres Matías de Monteagudo (oratoriano y rector de la Universidad), don Manuel de la Bárcena (canónigo de Valladolid) y fray Mariano López de Bravo. Ahí forjaron los planes concretos que luego propusieron al coronel del provincial de Celaya, don Agustín de Iturbide. Aún más, ese grupo de la Profesa consiguió que el virrey Juan Ruiz de Apodaca nombrara a Agustín de Iturbide como comandante general de la zona del sur.

Iturbide fracasó en el intento de derrotar a las tropas de Vicente Guerrero y optó por ofrecer una alianza a su adversario. Después de un intercambio de cartas con Guerrero, los dos dirigentes se encontraron y pactaron una alianza conocida como el “Abrazo de Acatempan”. El mismo Iturbide redacta el plan de Independencia que fue proclamado el 24 de febrero de 1821 en la ciudad de Iguala con tres principios o garan-tías:
1) La unidad religiosa, a base del catolicismo como religión única, como era el sentimiento general del pueblo; 2) La Independencia completa respecto a España, con una monarquía constitucional como gobierno, ofreciéndose la corona a Fernando VII si aceptaba el plan, o en su defecto al infante Don Carlos, o al infante Don Francisco de Paula, o al Archiduque Carlos de Austria, o a otro individuo de la casa reinante; 3) La unión de todos los habitantes sin distinción de razas. Luego dirigió una carta al Virrey de Apodaca donde le decía: «Pongo a la Eterna Verdad por testigo de que… me mueve sólo el deseo de que se conserve pura vuestra santa religión… de que no me ocupan ideas de ambición». Lo invitó a unirse al plan, pero Apodaca no aceptó y ante esto Iturbide se entregó de lleno a concretizar el proyecto de la Independencia.

El 30 de julio de 1821 llegó a Veracruz el nuevo Virrey Don Juan O´Donojú quien percibió que la mayor parte del país, con excepción de la Ciudad de México, Veracruz, Acapulco y otras ciudades, había aceptado el Plan de Iguala y en la Ciudad de Córdoba acepta ante Agustín de Iturbide, con algunas modificaciones, el Plan y la Independen-cia de la Nueva España. Evacuada la capital por parte de las tropas españolas, el día 27 de septiembre de 1821, entró pacíficamente el Ejército Trigarante, llamado así por postular la Unidad, la religión católica y la Independencia. Después de haber tenido un solemne “Te deum” en la catedral, al que asistieron Iturbide, O´Donojú y otros, el Ayuntamiento de la ciudad les ofreció un banquete en el Palacio nacional. Al día si-guiente 28 de septiembre, en la sala de acuerdos del Palacio nacional, reunidos todos, incluso O´Donojú, se dio solemne lectura al “Tratado de Córdoba” y al “Plan de Iguala” y se levantó el Acta de Independencia:

La nación mexicana, que por trescientos años ni ha tenido voluntad propia, ni libre el uso de la voz, sale hoy de la opresión en que ha vivido.

Los heroicos esfuerzos de sus hijos han sido coronados y está consumada la em-presa enteramente memorable, que un genio superior á toda admiración y elogio, amor y gloria de su patria, principió en Iguala, prosiguió y llevó a cabo arrollando obs-táculos insuperables.

Restituída, pues, esta parte del Septentrión al ejercicio de cuantos derechos le concedió el Autor de la naturaleza y reconocen por inagenables y sagrados las naciones cultas de la tierra, en libertad de constituirse del modo que más convenga á su felici-dad, y sus designios, comienza á hacer uso de tan preciosos dones y declara solemne-mente , por medio de esta Junta Suprema del Imperio, que es nación soberana é inde-pendiente de la Antigua España, con quien en lo sucesivo no mantendrá otra unión que la de una amistad estrecha en los términos que prescriben los tratados: que entablará relaciones amistosas con las demás potencias, ejecutando respecto de ellas, cuantos actos pueden y están en posesión de ejecutar las otras naciones soberanas: que va á constituirse con arreglo á las bases que el Plan de Iguala y tratados de Córdova esta-bleció sabiamente el primer jefe del ejército imperial de las tres garantías, y en fin, que sostendrá a todo trance y con el sacrificio de los haberes y vidas de sus individuos (si fuere necesario) esta solemne declaración, hecha en la capital del imperio á 28 de sep-tiembre del año de 1821, primero de la independencia mexicana.

Este histórico documento lo firmaron por el orden de su nombramiento treinta y cinco individuos. A partir de entonces, México deja de ser el Virreinato de la Nueva España para convertirse en un Estado Independiente, con un futuro incierto y un sin-número de encrucijadas.

El 19 de mayo de 1822 el Congreso proclamó a Iturbide como emperador de México. Dos días después dicha decisión fue ratificada por unanimidad. Antiguos re-alistas y antiguos insurgentes se adhirieron al acto, incluso don Antonio López de Santa Anna, don Vicente Guerrero y don Nicolás Bravo.

Muy diferente fue la actitud de los obispos ahora con Iturbide, en relación a la manifestada con Hidalgo. El obispo Cabañas de Guadalajara, era conocido personal de Iturbide y cuando éste proclamó el plan de Iguala le envió 25,000 pesos. El mismo Ca-bañas le consagró solemnemente el 22 de julio de 1822 en la catedral de México, la corona se la puso el presidente del Congreso, Mangino. En esta ocasión el obispo de Guadalajara le obsequió al nuevo emperador la cantidad de 35,000 pesos como ayuda para los gastos del gobierno. El obispo de Puebla, don Joaquín Pérez, pronunció un panegírico en la Misa que se celebró en la catedral de dicha ciudad, al entrar a ésta don Agustín de Iturbide en su campaña posterior al Plan de Iguala. El arzobispo de México, don Pedro José Fonte, ante la obra de Iturbide mostró una actitud de indife-rencia y de falta de cooperación. Se retiró primeramente a Cuernavaca y más tarde, en febrero de 1823 se fue a España, donde murió en 1839.

10. La Santa Sede y la Independencia.

Para la Santa Sede la situación era grave porque el régimen de Patronato en la práctica significaba la incomunicación con la Iglesia de América, y la situación política y social de Europa no era la mejor, por eso se buscó una solución al caso americano. Pío VII (1800-1823) no consideraba el régimen republicano contrario a la fe y a la moral y se atrevió a firmar algunos tratados con gobiernos de América, tratados que en la práctica nunca fueron eficaces; escribió la encíclica Etsi longissimo (Así de lejano; En aquel lejano) en 1816, que fue un lejano eco de la propaganda monárquica; buscó in-formación directa y pensó en una misión, la misión Muzi, para América Latina. El secre-tario de esta misión fue el posterior Pío IX, Juan María Mastai Ferreti. Esta misión llegó a América hacia 1829, fue el primer contacto directo con la Santa Sede y las nuevas naciones y primer paso hacia el reconocimiento de la Independencia como lo percibió inmediatamente y con amargura el rey Fernando VII.

León XII (1823-1829) creyó en la pacificación de América y escribió la encíclica Etsi iam diu (Aunque por largo tiempo), fechada en Roma el 24 de septiembre de 1824, donde condena prudente e indirectamente las guerras americanas como otras tantas guerras civiles que perturban la tranquilidad de la patria y por ello amenazan “la inte-gridad de la religión”. El documento redactado unos setenta días antes de la derrota final de España en la batalla de Ayacucho, llegó a América después de la victoria de los insurgentes; la bula provocó una indignación general, los obispos mexicanos proclama-ron en el púlpito que el Papa había sido engañado por los españoles. El documento ha pasado poco a poco al olvido y en realidad no tuvo ningún influjo en la práctica, pues en los tiempos de Pío VII y León XII se concretó la independencia americana:
En 1816, en el Congreso de Tucumán se declara la independencia de Argentina; en 1818, después de Chacabuco, San Martín y O´Higgins proclamaron la independencia de Chile; en 1819, después de Boyacá, culmina la de Colombia; en 1821, después de Carabobo, la de Venezuela; el mismo año se firma el Acta de Independencia de Méxi-co; en 1822, después de Pichincha, la de Ecuador; el mismo año Pedro I proclama el imperio de Brasil; en 1823, Centroamérica se declara independiente; en 1824, después de Ayacucho, la de Perú. El Papa León XII, hacia 1825 quiso nombrar algunos vicarios, pero fracasó por la intransigencia española, y por ello preconizó motu proprio algunos obispos (dos arzobispos y cinco obispos para la Gran Colombia de Simón Bolívar) Ma-drid replicó con la expulsión del Nuncio y logró trabar el movimiento.
Pío VIII (1829-1830) tampoco se atrevió a romper con España y se limitó a nombrar vicarios apostólicos a la vez que enviaba a Río de Janeiro un nuncio provisto de facultades para toda América.

Con Gregorio XVI (1830-1846), la situación se fue normalizando, en su primer consistorio, el 28 de febrero de 1831, preconizó motu proprio a seis obispos residentes para México; unos meses más tarde, la encíclica Sollicitudo Ecclesiarum, justificaba el fondo de la nueva línea seguida por Roma, afirmando su derecho y su deber de tratar de los intereses de la Iglesia con todo gobierno de facto. La muerte de Fernando VII facilitó la solución del problema político. En 1835 la Santa Sede Reconoce la Indepen-dencia de la república de Nueva Granada (Colombia); en 1836 la de México; después a todas las demás repúblicas.

Conclusión.

El movimiento de Independencia no fue fácil, le costó al pueblo vidas y sacrificios, por eso al celebrar ahora el BICENTENARIO de esta encrucijada de la historia, debemos comprometernos a seguir conservando los valores que nos dan identidad como pueblo y a seguir trabajando por el progreso, la paz y la justicia, con el propósito de seguir forjando una sociedad más libre y más igualitaria, así como la soñaron aquellos que en tiempos lejanos dieron la vida para conseguirla. Aquí hacemos eco a lo que los obispos mexicanos en nuestros días nos señalan: Nuestra mirada al pasado no es un ejercicio simplemente académico, sino principalmente un gesto de fidelidad a Jesucristo cuya presencia descubrimos en nuestra historia. Esta presencia nos convoca también a pres-tar atención a lo que Dios desea de nosotros en el presente y de cara al futuro (Con-memorar nuestra Historia desde la Fe, No. 59).

J. Alfredo Monreal Sotelo.
Colima, Col., a 27 de septiembre de 2010.

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3 pensamientos sobre “La iglesia y la Independencia de México

  1. Buenas noches. Con tanto nombre no me quedó claro quiénes fueron los principales representantes de la iglesia en el periodo de la Independencia México.
    Espero me puedan resolver.
    Gracias.

  2. ¿cual fue la postura del Vaticano respecto de la emancipación de la Nueva España, Y el Patronato que papel jugo en la decisión respecto de la independencia

  3. MUY parcial a favor de la iglesia este texto, no menciona el proceso que durante casi 300 años los indios fueron sometidos para satisfacer los intereses de la iglesia, antes de la independencia, después de la independencia, y hasta nuestros días, la Iglesia católica solo se a preocupado por la protección de su riqueza, en México, Latinoamérica, o donde quiera que se han establecido como un poder dominante ocupándose de aplastar el libre pensamiento e impartiendo miedo divino a sus «fieles».
    Es lógico que de un sacerdote Católico no podría salir un mínimo de critica a los actos atroces que durante toda su existencia la Iglesia Católica ha realizado…

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