Un mundo en el olvido

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Gracias a una nota amarillista que afirmaba que indígenas rarámuris se suicidan por hambre en la sierra Tarahumara, se llevó a la opinión pública la situación que viven los pueblos originarios de México. Tanto fuentes gubernamentales como organizaciones civiles de Chihuahua dijeron no tener conocimiento ni certeza de los suicidios, sin embargo alertaron que efectivamente se vive una severa escasez de alimentos, que desde hace mucho tiempo sufre de la marginación y la pobreza.

Con la intención de sacar raja electoral del asunto hay quienes culpan a los gobiernos estatales priistas de la situación, otros señalan la inacción de los gobiernos federales panistas como la fuente de los males. Si fuéramos críticos e imparciales ambos partidos tienen una grave responsabilidad. Hay que reconocer que lo que hace unas semanas estuvo presente en medios de comunicación y redes sociales, es sólo la punta del iceberg de dos problemas estructurales, que no sólo están presentes en la Tarahumara, sino en todas las regiones indígenas del país: la endémica crisis del mundo rural y la violación de los derechos de los pueblos indígenas. Este problema tiene diferentes manifestaciones como la invasión minera en Wirikuta, el hostigamiento al pueblo de Mezcala, la guerra de baja intensidad en las zonas zapatistas, la hambruna en la sierra Tarahumara o la violencia en Ostula.

Para la gran mayoría de los priístas, panistas, perredistas y demás miembros de la clase política, este tema les resulta poco trascendental. Han colaborado realmente poco para que se resuelva. Desde la forma cómo se hace política entre los partidos son mínimos los incentivos para entrar en estas arenas, por ejemplo en la perspectiva del cálculo político-electoral el voto indígena no tiene mucho peso, ya que las grandes ciudades y las capitales de los estados son las que resultan apetitosas desde esta óptica, además les resulta incomprensible entablar un diálogo intercultural que implica tiempo, entendimiento, apertura, voluntad y respeto.

Atrás de las citadas crisis estructurales hay por lo menos dos grandes demandas que el sistema político y económico mexicano ha desdeñado y no ha querido reconocer desde 1994: la autonomía de los pueblos que se traduce en autodeterminación sobre sus territorios, autodeterminación política para procurarse formas de gobierno acordes a su cultura y la creación de sus propios medios de comunicación. La otra gran demanda es dar un viraje de 180 grados a la política neoliberal del agro en México, para volver a la agricultura familiar, local, agroecológica que entable relaciones más equitativas con el mundo urbano y que produzca para alimentar, no para hacer negocios.

Por supuesto que no es gratuito que estas demandas no se resuelvan. Ni tampoco que los famosos quince minutos en los que Vicente Fox iba poner punto final al conflicto en Chiapas se hayan transformado en casi doce años. Ni que Felipe Calderón en sus discursos haga invisibles a los pueblos indígenas sólo resaltando su pobreza, pero no sus derechos y cultura; y que el acercamiento que la clase política tiene con las culturas primigenias se reduzca a vestirse como ellos.

El problema radica en que dar respuesta a sus demandas implica poner en tela de juicio muchos intereses de desarrollo capitalista o poner en cuestión a la precaria democracia representativa que tenemos, incluso podría resultar incómodo para el duopolio televisivo que los pueblos pudieran contar con sus propias radiodifusoras y televisoras.

Para la clase política y empresarial dar cabida a estas exigencias implicaría no poder expropiar recursos naturales asentados en territorios indígenas, tendrían que pedir permiso, negociar, repartir las ganancias y en algunos casos simplemente irse ante la negativa de las comunidades de explotar sus territorios. El modelo de democracia representativa que han sacralizado los políticos profesionales y que le viene muy bien a los poderes fácticos, sería cuestionado al contar con otros modelos de gobierno e incluso otras formas de democracia más profunda y radical, es decir, tendríamos evidencia que pueden existir mejores formas de democracia.

Otra implicación no menos importante es que se dejaría de apoyar el modelo de agronegocios, impulsado desde el sexenio de Carlos Salinas de Gortari a la fecha, sin distinción de partido gobernante. Para empezar a recobrar la soberanía alimentaria y volver a hacer del mundo rural un espacio de bienestar y no de pobreza y marginación. Esto atentaría contra los intereses de las grandes transnacionales que hacen jugosos negocios con la producción de alimentos. Tendría una repercusión política importante, ya que un pueblo puede prescindir de los chips, pero no de los alimentos. La dependencia alimentaria finalmente se convierte en dependencia política.

La situación de la Tarahumara indudablemente requiere de nuestra ayuda y solidaridad, pero más allá de cobijas y alimentos enlatados, la respuesta está en apoyar las demandas de los pueblos originarios de este país y entablar un diálogo intercultural con seriedad y profundidad. En esta lógica no desentonan las afirmaciones del querido Javier (Pato) Ávila, jesuita que ha entregado su vida a los Rarámuris y que expresó que las ayudas a los pueblos de aquella región implicarán trabajo de parte de las comunidades. No se trata de hacerlos Objeto (con mayúscula) de la asistencia, sino de alentar su transformación en Sujeto (con mayúscula) de sus vidas, sus procesos y su entorno.

Breves sobre la Tarahumara
Por: Luis Antonio Villalvazo. Párraco de San Isidro Labrador

Uno
La mayoría de los tarahumaras viven en la Sierra Tarahumara, ubicada en el noroeste de México, en el estado de Chihuahua. En la región escasea el agua y el clima es extremoso. Hay profundas y calurosas barrancas, también elevadas y frías cumbres. Pese a las prolongadas sequías, la Sierra se distingue por su inmensidad y belleza. La mayoría de los tarahumaras viven en ranchos de menos de 100 personas. De todos los grupos indígenas del país, los Rarámuri son los que viven de manera más dispersa. Un conjunto de ranchos, entre dos y cinco, forman una comunidad. También hay población indígena migrante, que empujados por la necesidad de buscar su sustento, viven en las periferias de las ciudades más importantes de los Estados del norte de México.

Dos
La identidad de los tarahumaras tiene que ver con su ligereza de pies. Una de sus características distintivas es la resistencia física para recorrer largas distancias, caminar, correr, subir cerros, bajar barrancos. Varios etnógrafos consideran que la palabra “rarámuri” significa justamente “pie corredor” y, poéticamente, los llaman también, “pies ligeros”.

Tres
Los Rarámuris, como la mayoría de los pueblos originarios, consideran a la tierra la fuente primaria que nutre, sostiene y enseña, no como un recurso económico. La naturaleza no es sólo una fuente productiva, sino el centro del universo, el núcleo de la cultura y el origen de la identidad étnica. En el corazón de este profundo lazo está la percepción de que todas las cosas vivas y no vivas, el mundo social y natural están intrínsecamente ligados.

Las sociedades indígenas son capaces de innovación. Pero su resistencia a la “modernización” se debe a la imposición de objetivos exteriores que excluyen los suyos; no se resisten al desarrollo, sino a las manipulaciones con intereses de poder y riqueza. El principal problema de estos pueblos es la falta del reconocimiento constitucional de sus derechos colectivos. No se les considera como sujetos de derecho, ni se les reconocen sus derechos fundamentales.

Rafael Sandoval, actual obispo de la diócesis de la Tarahumara, en el encuentro con los gobernadores indígenas celebrado del 4 al 6 de marzo de 2011.

“Ustedes son los más antiguos en esta tierra y por lo tanto los más sabios. Sus antepasados buscaron sinceramente a Dios y a sus mandatos. Yo les pido perdón porque muchas veces los mestizos hemos negado su religiosidad, su cultura, sus costumbres siendo que Dios siempre ha estado con ustedes. Dios lo único que quiere es que ustedes sean ustedes mismos. Recuerden que Dios está contento cuando ustedes trabajan, cuando rezan, cuando bailan, cuando tocan, el cielo se alegra. El dinero echa a perder a la gente, ustedes son felices porque comparten y no acumulan”.

Javier Ávila, sacerdote jesuita y activista de DH en la región.
“El rarámuri es una persona que sabe compartir. Su estilo de vida es muy diferente al egoísmo que hay entre nosotros. La historia del progreso que les han vendido a estos indígenas consta de tres falacias. Primero fueron las minas, se dijo que la riqueza mineral les iba a traer bienestar, pero quedaron peor con una gran devastación. La segunda fue el oro verde. En los años setenta empezó la explotación industrial del bosque y la situación empeoró: menos arroyos, menos agua, menos árboles, y hoy el gobierno se pavonea diciendo estúpidamente que les va enseñar ahora a cuidar el bosque. Los proyectos turísticos son la tercera falacia. Como el paisaje se convirtió en un artículo de consumo, ahora hay interés en la sierra, aunque no en los rarámuris. No sé dónde tienen la cabeza estos señores o mejor dicho, dónde tienen el corazón, si es que tienen. Estas falacias tienen el camino del engaño y de la explotación. La reacción y decisión de estos indígenas es la de siempre: no enfrentarse con el invasor, sino callarse y retirarse”.

Publicación en Impreso

Número de Edición: 115
Autores: Jorge Rocha
Sección de Impreso: Dichos y Hechos

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