Homilía para el 4º domingo ordinario 2021

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Este domingo nos encontramos con Jesús que tenía autoridad, tanto para enseñar la Palabra de Dios como para expulsar a los demonios. Ponernos frente a su testimonio nos ayudará a hacer nuestra preparación para recibirlo en la Comunión y continuar realizando lo que Él vivía, pues con la Eucaristía nos alimentamos para trabajar al servicio del Reino.

La autoridad de Jesús y la nuestra

Textos: Dt 18,15-20; 1Cor 7,32-35; Mc 1,21-28

Este domingo nos encontramos con Jesús que tenía autoridad, tanto para enseñar la Palabra de Dios como para expulsar a los demonios. Ponernos frente a su testimonio nos ayudará a hacer nuestra preparación para recibirlo en la Comunión y continuar realizando lo que Él vivía, pues con la Eucaristía nos alimentamos para trabajar al servicio del Reino.

La autoridad no es un poder que se adquiere automáticamente por estar en un puesto, tener personas al cargo de uno, tener un título o una profesión, por poseer mucho dinero, por haber recibido un ministerio al servicio de la comunidad —como en el caso de nosotros los presbíteros—; y mucho menos es un derecho para dominar y someter a los demás, para sentirse dueños de las personas y sus bienes, para decidir sobre la vida de otros. La autoridad es, más bien, un reconocimiento que se gana con el testimonio de vida, independientemente del dinero, cargos, títulos, profesiones, ministerios, responsabilidades.

Las personas de Cafarnaúm se admiraban de la autoridad con que Jesús enseñaba y expulsaba a los demonios. Se preguntaban de dónde la había recibido, cómo le hacía, si era uno como ellos. Su manera de enseñar era diferente a la de los maestros de la ley. Ciertamente ellos enseñaban los mandamientos de la Alianza, los himnos, los salmos, los mensajes de los profetas, pero —y aquí estaba la diferencia con Jesús— no siempre vivían de acuerdo a lo que transmitían. Les sucedía lo mismo que a muchos de nosotros, catequistas, sacerdotes, religiosas, seminaristas, agentes de pastoral: no siempre vivimos lo que transmitimos de la Palabra de Dios. Por eso le pedimos perdón a Dios al iniciar la celebración.

A diferencia de los maestros de la Ley y de muchos de nosotros, Jesús comunicaba su experiencia de relación con su Padre Dios. No era sordo a su voz, la cual escuchaba en la oración, en la lectura y meditación de las Escrituras, en los lamentos de los pobres. Por eso, hablaba del Reino que estaba llegando, invitaba al cambio de vida, llamaba trabajadores a seguirlo en su anuncio del Reino, liberaba a las personas de sus enfermedades y de los demonios. Jesús entonces predicaba lo que hacía y ponía en práctica lo que predicaba. El poder que tenía —la fuerza del Espíritu de Dios— lo proyectaba al servicio, a la vida digna de las personas, a la entrega de su vida para bien de los que sufrían enfermedades, desprecio, abandono, exclusión. Con esto se ganaba la autoridad ante los demás y ante los demonios.

En el Bautismo se nos comunicó la fuerza del Espíritu Santo para anunciar el Reino y luchar contra el mal, como Jesús. Se nos dijo al ser ungidos en el pecho con el óleo de los catecúmenos: “Dios todopoderoso y eterno, que enviaste a tu Hijo al mundo para que nos librara del dominio de Satanás, el espíritu del mal, y una vez arrancados de las tinieblas, nos llevara al reino admirable de tu luz, te pedimos que en este/a niño/a, libre ya del pecado original, habite el Espíritu Santo, y sea así templo de tu majestad”.

Ponernos de frente a Jesús nos lleva a cuestionar nuestros proyectos y estilo de vida personales, familiares, comunitarios, sociales y ecológicos. ¿Qué autoridad tenemos en nuestra familia, en el barrio, en el lugar de trabajo, con la sociedad y nuestra Casa común?

31 de enero de 2021

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