Retrato de la vida de una mujer, que es todas las mujeres

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Mi amiga Abyz no se llama así, pero elegí ese nombre para representar a las mujeres con las que me he topado a lo largo de la vida y de quienes he aprendido algo. Un nombre corto compuesto por las primeras y las últimas letras del alfabeto para simbolizar el amplio espectro de seres humanos del género femenino que enriquecen este universo y que la otra mitad de la humanidad tiene el deber de incluir con respeto en todos los aspectos de la vida.

Las historias hablan de mujeres que desde niñas hasta adultas contemporáneas, han enfrentado las vicisitudes de existir en un contexto que pretende invisibilizarlas, tal como lo ha hecho la historia que habla de los grandes hombres y se queda afónica para hablar de las mujeres que han sido parte de movimientos sociales, descubrimientos científicos, e innovaciones en los diferentes ámbitos desde la política y la economía, hasta la literatura y las artes.

Estas narraciones son de mujeres representadas en Abyz, seres humanos de la cotidianidad, que por ser repetida es desgarradora y habla del olvido social inducido hacia la condición de equidad y justicia que ahora muchas mujeres exigen, cansadas de la oscuridad y el silenciamiento.

Abyz una vez fue una niña a quien su tío en repetidas ocasiones tocó en sus genitales y la obligó a hacer lo mismo con los suyos. Ella tenía cuatro años y no entendía qué pasaba. Sus padres y abuelos confiaban en esa persona, por eso cuando Abyz le dijo a su madre lo sucedido, no le creyó.

Ahora a la distancia Abyz reflexiona que su mamá, entonces una joven mujer de apenas 25 años, con una terrible inseguridad en su vida matrimonial, decidió que era más fácil acallar a la chiquilla que enfrentar una serie de cuestionamientos y la posible ruptura con la familia. Así, Abyz cuando tuvo hijos, decidió que estaría atenta a cualquier mensaje de alarma… y no permitió que sus hijas mujeres se acercaran o quedaran nunca a solas con aquel tío, ni con ninguna persona que le despertara signos de alarma, por muy “buena gente” que fuera o pareciera. También se preocupó por preguntarles directamente cada día a la hora de la comida, si todo estaba bien y cómo les había ido en la escuela. Aprendió que la comunicación cotidiana es importante para sentar la confianza.

Abyz también fue una adolescente insegura, y no ayudaba la construcción del estereotipo exigido por la sociedad. En la televisión y las revistas salían mujeres altas, delgadas, con ropa que siempre les quedaba perfecta, a quienes todos admiraban y por lo tanto siempre estaban sonrientes y felices.

El cuerpo de Abyz no era así, su estado de ánimo tampoco. No ayudaban los comentarios de su madre y de algunos otros miembros de su familia que la conminaban a ser físicamente atractiva para alcanzar el ideal del amor romántico de contraer nupcias con el mejor hombre posible. Así que en el proceso de buscar pareja, Abyz era infeliz porque nadie parecía el adecuado, o los que eran buenos prospectos para la madre de Abyz no coincidían con el interés de ellos.

Abyz se centró en seguir el camino del estudio y darle tiempo a lo otro. Un día Abyz, gracias al conocimiento que se fue acumulando se dio cuenta que las madres también se equivocan y que no tienen por qué estar ciertas en todo. Abyz decidió que a ella y solo a ella le corresponde discernir sobre su vida y hacerse responsable de su felicidad, con o sin pareja.

Abyz se fue a vivir con un hombre. Se topó con un poeta que le enviaba maravillosas cartas de amor. Ambos eran adultos que se ganaban la vida y a él parecía no importarle el éxito profesional de ella, porque en su experiencia Abyz encontraba infranqueable la barrera de la construcción social de la persona siempre exitosa, admirada y líder que estaba reservada únicamente para los hombres.

Abyz decidió que era buen momento para oficializar la unión y casarse, pero a los dos años el poeta se mostró inseguro, desconfiado, irascible y violento, padecía un trastorno mental de tipo bipolar. Con dolor Abyz supo que debía separarse. Ese hombre no era bueno para ella, ni para sus hijos.

Abyz aprendió entonces que hay relaciones destructivas que por mucho que estén legitimadas socialmente por el matrimonio, no deben ni tienen por qué prolongarse; que el amor no puede justificar la violencia, aunque sea producto de una enfermedad, cuanto menos la que tiene su origen en el imaginario social sustentado en las violencias estructural y social, base del iceberg de la violencia física directa que vemos cotidianamente en las noticias que nos hablan de otras mujeres y en las que con tristeza también nos vemos reflejadas.

Abyz fue también amante, pero no como las de ese constructo de mujeres que están con hombres de alto poder adquisitivo para que les obsequien joyas, dinero, coche o casa. Se enamoró del trato y la escucha atenta que la sacaban de la cotidianidad y le devolvían la confianza que había perdido en su feminidad por sufrir el micromachismo de su pareja: un “buen hombre” que le “ayudaba” con algunas tareas domésticas cuando tenía tiempo y que “le permitía” trabajar.

Gracias a la persona que llegó a su vida tuvo el valor de cuestionar su unión con aquel poeta y de exigir el respeto que se merecía como persona. Abyz aprendió que cada persona debe tener su propio espacio y se debe respetar; que las parejas no “ayudan” con los hijos y las tareas cotidianas, sino que es su obligación como padres y miembros de una familia hacerlo. Luego de un par de años Abyz terminó la relación porque el ciclo se había cumplido, pero el aprendizaje quedó para siempre.

Abyz encontró una pareja lejos del ideal que la sociedad ha construido. Más que un amante intrépido ella se topó con un compañero de vida. Así superó el amor romántico, y entendió que enamorarse es un estado de ánimo producto del recuerdo y la añoranza de lapsos de la vida que nos dan aliento: un viaje, una charla amena, una comida disfrutada de manera compartida, un trayecto donde la calidez de la compañía hace que no queramos que termine, unos minutos de carcajadas producto de los guiños a la inteligencia. Entendió que la felicidad constante no existe y que el mejor estado para la certeza de una pareja no es el enamoramiento arrebatado, sino el conocimiento y la aceptación recíprocos de sus defectos y aspectos positivos, así como estar consciente de los propios.

Abyz se enfermó un día y se encendieron todas las alarmas. La vida le había pasado la factura de la desatención de su cuerpo pues se distrajo con todo menos con ella misma: el trabajo, los hijos, los padres, la pareja, las deudas, la casa. Cedió el espacio de estar con ella misma para atender a los otros. Sin embargo, ella se reencontró con sus amigas, mujeres que de manera solidaria la acogieron y acompañaron en el proceso. Entendió que mientras hay vida hay oportunidad de enfrentar las desgracias y que cuando hay momentos felices vale la pena continuar viviendo. Abyz se recuperó y tras una recapitulación se puso atención en sí misma y supo que las amigas son a las mujeres, lo que es el remanso para el ciervo herido que en sus aguas y prados se cura y toma fuerzas para seguir adelante.

Abyz se empoderó. Tomó conciencia del valor de hacer oír su voz, de lo importante que es romper el círculo de la violencia, cuando se animó a establecer que no estaba de acuerdo con la tendencia familiar de dar más peso al desarrollo de los hombres con la consecuente discriminación de las mujeres.

Su aliado fue un hombre, su padre que la avaló cuando el abuelo, el gran patriarca de una extendida familia cuestionó las aspiraciones de formación profesional de Abyz, “al fin se va a casar, ¿para qué desperdiciar dinero en ella?” decía con su voz fuerte y acostumbrada a ser escuchada y acatada.

Abyz comprendió entonces que para salir de la opresión, las mujeres también encuentran aliados en algunos hombres, los que con ecuanimidad y sensatez han sido testigos de los estragos de una cultura violenta que se justifica en la costumbre, para resistirse al cambio de darle un valor de igual a todas las personas.

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