Homilía para el 18º domingo ordinario 2022

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Los bienes no son para acumularse sino para compartirse, para que nadie pase necesidad, para que todos y todas vivamos con dignidad.

Ser pobres de espíritu

Textos: Ecl 1, 2; 2, 21-23; Col 3, 1-5. 9-11; Lc 12, 13-21

En días pasados escuché el comentario de una hija sobre sus papás, en el que decía que el dinero es su Dios y lo adoran. Es precisamente sobre lo que nos advierte Jesús en el texto del evangelio, pues ninguno de sus discípulos y discípulas está exento de esta tentación. Es bien fácil meter el dinero y los bienes materiales en el corazón y así caminar en la vida.

El proyecto de Jesús está sintetizado en la primera bienaventuranza, que se proclamó como preparación para la escucha del evangelio: ser pobres de espíritu; es decir, tener el espíritu de pobre: el pobre vive con poco, no acapara, sabe compartir, vive confiado a la Providencia de Dios. Por eso Jesús llama dichosos a quienes así viven. Es exactamente lo contrario a la tendencia humana de enriquecerse, de acumular, de tener mucho.

El autor del Eclesiastés señala que todas las cosas, todas, son una ilusión vana. Como lo que pasa con las nueces vanas, que se ven bonitas y, al abrirlas, están sin nuez. Quien no capta esto, se ilusiona, se afana en tener y tener, compra y desecha, nunca está satisfecho ni vive en paz. Se queda en la felicidad ofrecida por el mercado y el ambiente consumista. ¿Cuántas cosas tenemos sólo por tenerlas y no las ocupamos? ¡Y además nos hemos ilusionado con ellas! Demos una repasada a lo que tenemos en nuestra casa o en bodegas.

Cuando lo quisieron poner como juez en un problema de herencia entre dos hermanos, Jesús aprovechó para invitar a no caer en la avaricia. La razón que argumentó es que la vida de las personas no depende de la abundancia de los bienes que tengan. La persona avara tiene el dinero y los bienes en el corazón, alrededor de ellos diseña su vida, los adora, sueña con que le den la felicidad, les dedica su vida; con tal de tener pasa por encima de los demás y sus derechos, rompe las relaciones de hermandad o de amistad, maltrata la Casa común. ¿Cuánta gente se ha enriquecido a costa del sudor de los pobres, de aprovecharse de los bienes intestados de los papás, de robar propiedades a personas ancianas o a quienes no pueden pagar –argumentando incluso que es algo legal–, de dañar la naturaleza?

Los bienes no son para acumularse sino para compartirse, para que nadie pase necesidad, para que todos y todas vivamos con dignidad. La solidaridad es lo que Jesús aclara que vale ante Dios, el compartir es parte de los bienes de arriba que señala san Pablo y que hay que buscar. Esta es la pobreza de espíritu reconocida y valorada por Jesús. Quienes la viven son dichosos porque hacen realidad el Reino de Dios. Así deberíamos ser todos los bautizados. Hagámosle caso a san Pablo que nos pide despojarnos del viejo yo, basado en las pasiones desordenadas como la avaricia, para revestirnos del nuevo yo, basado en el compartir, la igualdad, la hermandad, la búsqueda de la vida digna para todos y todas.

Pidamos al Señor que seamos sencillos y le hagamos caso a su Palabra proclamada este domingo. Que no pongamos nuestro corazón en los bienes terrenos ni que seamos avaros; que hagamos presente el Reino viviendo la solidaridad y el compartir para que nadie pase necesidad. Dispongámonos a recibir sacramentalmente a Jesús, para vivir como Él con espíritu de pobres: con poco, confiados a la Providencia y compartiendo entre pobres.

31 de julio de 2022

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