Homilía para el 9º domingo ordinario 2013

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Dignidad

Textos: 1 Re 8, 41-43; Gal 1, 1-2. 6-10; Lc 7, 1-10.

Ord9 C 001

En el texto del Evangelio nos encontramos con una expresión que decimos cada vez que celebramos la Eucaristía. Momentos antes de la Comunión, cuando el sacerdote presenta la Hostia consagrada, dice: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo…”. La Asamblea responde: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”. No soy digno, decimos. En el Evangelio, esta expresión fue dicha por un pagano.

Dignidad

Textos: 1 Re 8, 41-43; Gal 1, 1-2. 6-10; Lc 7, 1-10.

Ord9 C 001

En el texto del Evangelio nos encontramos con una expresión que decimos cada vez que celebramos la Eucaristía. Momentos antes de la Comunión, cuando el sacerdote presenta la Hostia consagrada, dice: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo…”. La Asamblea responde: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”. No soy digno, decimos. En el Evangelio, esta expresión fue dicha por un pagano.

El oficial romano, que para los judíos era un pagano, tenía un sirviente enfermo, muy grave. Él fue precisamente quien le dijo a Jesús que no era digno de que entrara en su casa. Él reconoció su indignidad al saber que Jesús iba hacia su casa; de la misma manera, nosotros reconocemos nuestra indignidad antes de encontrarnos sacramentalmente con Jesús. Esto es fundamental para vivir el encuentro con Jesús, que viene a nuestro encuentro.

Es necesario reconocer que somos pecadores, indignos de que el Señor venga a nuestro encuentro. De hecho, cada que celebramos la Eucaristía, al inicio le pedimos perdón por nuestros pecados, confesamos nuestra condición pecadora. Esto es fundamental para abrirnos a la misericordia del Señor. Reconocer nuestra pequeñez ante Él nos pone en el camino para que Jesús entre en nuestra vida, en nuestro corazón, para que nos fortalezca y nos renueve.

En nuestro tiempo hay muchas gentes que por una u otra razón se sienten indignas o rebajadas en su dignidad: por un problema u alguna enfermedad. Pero también hay otras personas que han sido violentadas en su dignidad. Ciertamente la tienen por ser personas; pero han sido maltratadas, abusadas, desprestigiadas, golpeadas, despreciadas, en su condición humana. Esto no va con el proyecto de Dios y Jesús viene a su encuentro para rehacerlas.

Cuando Jesús supo del enfermo, inmediatamente acudió a atenderlo. No se fijó en quién era, ni con quién vivía. Simplemente fue a tender la mano. Fue cuando el oficial se confesó indigno de recibirlo en su casa. Pero Jesús con su presencia, con su palabra, su acción curativa, rehace a las personas: las consuela, les tiende la mano, las cura, las devuelve a su vida ordinaria, les muestra su dignidad de hijos de Dios. Fue lo que hizo con el romano y con su criado.

Al enfermo lo curó, al soldado le reconoció su sencillez, su fe, su apertura. A los que iban y venían con la noticia del enfermo y de lo que Jesús hacía, les mostró que el amor de Dios es para todos. A nosotros nos rehace cuando reconocemos nuestra indignidad y nos abrimos a su acción salvadora. Hoy tenemos nuevamente esta oportunidad, momentos antes de la Comunión. Pero comulgar nos compromete a colaborar con Jesús en la dignificación de las personas.

Al recibir sacramentalmente a Jesús, renovamos el compromiso de seguirlo en su camino y estilo de vida. Por eso, la recepción de su Cuerpo y Sangre nos compromete a ser canales para que en el ambiente en que nos movemos –el trabajo, la comunidad, la sociedad–, la dignidad humana sea valorada, respetada, defendida, cuidada, en relación a todas las personas, independientemente de su condición. Solamente por el hecho de tratarse de seres humanos.

Dispongámonos a recibir a Jesús, que viene a nuestro encuentro de manera sacramental. Reconozcamos que somos indignos de recibirlo, pero también que su presencia y su palabra nos rehacen como personas. Comprometámonos a trabajar porque a las personas que han sido o están siendo maltratados en su dignidad humana, se les reconozcan y garanticen sus derechos. Alimentados por la Eucaristía, volvamos a nuestras familias y comunidades a vivir como Jesús.

2 de junio de 2013

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