Homilía para el 30º domingo ordinario 2019

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Orar humildemente
El domingo pasado escuchamos y reflexionamos sobre una característica de la oración de los discípulos y discípulas de Jesús: debe ser insistente y confiada. Hoy, en el texto del Evangelio nos encontramos con otra característica: la oración, nuestra oración, debe realizarse con humildad y no con soberbia. Jesús lo explica con la parábola del fariseo y el publicano o cobrador de impuestos.

Orar humildemente

Textos: Eclo 35, 15-17. 20-22; 2 Tim 4, 6-8. 16-18; Lc 18, 9-14

El domingo pasado escuchamos y reflexionamos sobre una característica de la oración de los discípulos y discípulas de Jesús: debe ser insistente y confiada. Hoy, en el texto del Evangelio nos encontramos con otra característica: la oración, nuestra oración, debe realizarse con humildad y no con soberbia. Jesús lo explica con la parábola del fariseo y el publicano o cobrador de impuestos.

Los dos estaban en el templo, pero el modo de estar orando y el lugar donde se encontraba cada uno, eran diferentes. Los dos estaban de pie: el fariseo erguido, con actitud soberbia, y en lo más adelante del templo, sintiéndose digno de estar ahí; el publicano, en cambio, con los ojos hacia el suelo, con actitud humilde y en lo más lejos del altar, reconociendo su indignidad para estar ahí.

El fariseo presumía a Dios su buena conducta, su fidelidad a las normas de la ley, su pureza de corazón. Se sentía por encima de todos los demás y con derecho a juzgarlos y acusarlos ante Dios, diciendo incluso que no era como ellos, ladrón, injusto o adúltero, ni como el publicano que estaba a la entrada del templo. Seguramente esperaba que Dios lo premiara por su vida. Cuántas veces tenemos esta actitud en nuestra vida, no sólo en la oración, sobre todo las personas que más participamos en las cosas de la Iglesia, en reuniones, servicios y celebraciones. Nos sentimos buenos, presumimos que hacemos las cosas bien, que no nos equivocamos; los malos son los demás, los que no hacen las cosas como nosotros, los que se equivocan, los que están mal. Fácilmente nos ubicamos por encima de los demás, los juzgamos, los despreciamos, los acusamos, los condenamos. Como que Dios nos tuviera que premiar porque somos buenos y perfectos, modelos de vida para el resto de la comunidad, así como esperaba el fariseo.

El publicano no presumía; al contrario, sabiendo que necesitaba de Dios y su misericordia, únicamente reconocía sus pecados y le pedía que se apiadara de él. Era lo único que esperaba, que le tuviera compasión. Sabía que, por su trabajo de cobrador de impuestos para Roma, no tenía buena fama ni buena aceptación en la comunidad; más bien, era de las personas más repudiadas entre los judíos y estaba en la lista de los más grandes pecadores, al mismo nivel que las prostitutas. ¿Qué le quedaba decir? Cómo nos falta ubicarnos así, no sólo en la oración sino también en la vida, sobre todo quienes estamos más cerca del altar, de los servicios comunitarios, de los lugares de reunión en el barrio o en la parroquia. Reconocer que no somos mejores que los demás, que los que no asisten al templo o a las reuniones, o que no tienen un servicio en la comunidad. Hay muchas personas que, aunque no sean de los de adentro, viven mejor que muchos de nosotros, que nos sentimos buenos y nos apropiamos del derecho de juzgar a los demás.

Lo curioso de Dios es que aceptó la oración del pecador, del despreciado, juzgado y condenado por el fariseo; él no esperaba volver a su casa justificado y así regresó. Su oración fue agradable a Dios. En cambio, la oración del “bueno”, del “perfecto”, del “santo”, del “merecedor” del premio y la recompensa, fue rechazada por Dios, el juez que no se deja impresionar por apariencias, como lo describe el autor del Eclesiástico. El fariseo no volvió a su casa justificado sino humillado, aunque él pensaba que sí. De acuerdo a nuestra vida, a nuestra manera de orar a Dios, ¿qué decimos? ¿Cómo nos valoramos, como el fariseo o como el cobrador de impuestos?

Hay que abajarnos ante Dios y ante los demás, esperar que se apiade de nosotros porque somos pecadores. Unidos a Jesús por la Comunión, vayamos a casa abandonados a la clemencia del Señor.

27 de octubre de 2019

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