Homilía para el 18º domingo ordinario 2016

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Avaricia inmisericorde, solidaridad misericordiosa

Ord18 C 16

A propósito de un pleito entre hermanos por la herencia –situación que es frecuente en nuestras familias–, Jesús ofrece una enseñanza sobre la avaricia y la solidaridad. Esto nos ayuda a prepararnos para acercarnos a la Comunión sacramental y para salir de esta celebración dominical a cultivar la comunión en la vida ordinaria de la familia, la comunidad y la sociedad. Jesús, después de aclararles que no era juez en cuestión de herencias, pidió que se evitara la avaricia.

Avaricia inmisericorde, solidaridad misericordiosa

Textos: Ecl 1, 2; 2, 21-23; Col 13, 1-5. 9-11; Lc 12, 13-21.

Ord18 C 16

A propósito de un pleito entre hermanos por la herencia –situación que es frecuente en nuestras familias–, Jesús ofrece una enseñanza sobre la avaricia y la solidaridad. Esto nos ayuda a prepararnos para acercarnos a la Comunión sacramental y para salir de esta celebración dominical a cultivar la comunión en la vida ordinaria de la familia, la comunidad y la sociedad. Jesús, después de aclararles que no era juez en cuestión de herencias, pidió que se evitara la avaricia.

La avaricia es uno de los pecados capitales, muy bien representada por uno de los demonios de las antiguas cuadrillas de pastores. Se cultiva en el corazón de las personas y lleva a querer siempre más. Es un deseo insaciable de tener y tener. La persona avara no tiene “llenadero”, siempre quiere más; lo mismo les sucede a las empresas, grupos comerciales, políticos, líderes sindicales, grupos de delincuencia organizada, Hacienda, bancos, prestamistas usureros, etc.

Cuando se cae en esta forma de idolatría, como la llama san Pablo, aparece la inmisericordia, es decir, el hecho de no tener corazón para los demás porque se buscar sólo el propio bienestar. Esto lleva a las injusticias, aumenta las desigualdades, hace crecer el empobrecimiento. Con tal de poseer más se ignora la situación de los demás, se violan los derechos humanos, se golpea la dignidad de las personas, se violenta a los pobres, se destruye la creación que Dios nos dio.

La enseñanza de Jesús está clara: evitar todo tipo de avaricia. Y da la razón: la vida humana no depende de lo que se tenga, o sea, del dinero, casas, terrenos, vehículos, marcas… Cuando se piensa así, se cae en algo hueco, en una ilusión vana, como dice el autor del Eclesiastés. Quien va atesorando no descansa, ni por pensar en lo que le pueda suceder ni por andar buscando cómo hacer más. Además, ¿qué se va a llevar cuando se muera? Nada, como dice Jesús.

Lo que por avaricia unos acumulan, les falta a otros. Si hay quien no tenga para comer es porque otro está acaparando el pan, si unos no tienen terreno o casa es porque otros son terratenientes o casatenientes, si algunas familias no tienen dinero para los gastos ordinarios es porque otras tienen de sobra. Lo que Dios da no es para almacenarlo sino para compartirlo, para vivir la solidaridad, de modo que nadie pase necesidad. Esta es la riqueza que vale ante Dios.

La solidaridad es sinónimo de misericordia. Quien se solidariza es porque ve la necesidad de los demás, se le remueven las entrañas y se le mueve el corazón para compartir lo que tiene. Esta dinámica no la buscan los grandes sino los pequeños; los grandes buscan acaparar y hacer más, los pobres saben compartir y ven por el otro que está sufriendo. Por eso Jesús llama dichosos a los pobres de espíritu, como escuchamos en la aclamación antes del Evangelio.

San Pablo, en base a nuestra condición de bautizados, nos hace la invitación a buscar los bienes de arriba, a poner el corazón en los bienes del cielo, a revestirnos del nuevo yo, a renovarnos, a entrar en el orden nuevo. En medio del ambiente centrado en el dinero y el mercado, en la dinámica de consumir y acaparar, nos llega la luz del Evangelio que nos ilumina para que sepamos ser misericordiosos, que aprendamos a compartir, que seamos solidarios.

Jesús se solidarizó con la humanidad, no dio cosas sino que se entregó totalmente en la cruz. Hoy se nos dará en el Pan y el Vino, se dejará comer, nos llenará de su fuerza para que hagamos lo mismo que Él. Dispongámonos a recibirlo, a renovar nuestra comunión con Él para ir a vivir la comunión con los pobres. Pidamos a Dios que en nuestras familias, en nuestras comunidades y en la sociedad, se acabe la avaricia inmisericorde y crezca la solidaridad misericordiosa.

31 de julio de 2016

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