Homilía para el 10º domingo ordinario 2021

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Con sus discípulos y discípulas, Jesús comenzó a formar una familia nueva. Nueva para Él y nueva para el pueblo de Dios. Una familia unida por el cumplimiento de la voluntad de Dios.

La nueva familia de Jesús

Textos: Gn 3,9-15; 2Cor 4,13-5,1; Mc 3,20-35

Con sus discípulos y discípulas, Jesús comenzó a formar una familia nueva. Nueva para Él y nueva para el pueblo de Dios. Una familia unida por el cumplimiento de la voluntad de Dios. En esta Eucaristía dominical, al comulgar sacramentalmente, renovamos y actualizamos nuestra pertenencia a esa familia, a la que nos integramos por el Bautismo.

Por sangre Jesús pertenecía a la Sagrada Familia de Nazaret y por religión a la del antiguo pueblo de Dios, Israel. Por la sangre, cada quien pertenecemos a la familia cuyos apellidos llevamos en nuestro nombre; por la religión, somos miembros de la gran familia de los cristianos, el nuevo pueblo de Dios distribuido en varias Iglesias de creyentes en Jesús. Pero sucede que a Jesús sus propios parientes lo consideraban un loco y fueron por Él para llevárselo a su casa. En esto no sé si nos identifiquemos con Jesús, pero creo que no.

El asunto está en que Él no vivía de manera ordinaria, como lo hacía cualquier persona de Nazaret. No tenía un lugar fijo para vivir, había optado por vivir en la pobreza, algo parecido a cualquier persona que entre nosotros vive en la calle y va y viene por dondequiera. Además, se juntaba con gentes consideradas pecadoras, como los publicanos y las prostitutas; tocaba a los leprosos, lo que estaba prohibido por la ley; se atrevía a perdonar los pecados, algo que solamente le pertenecía a Dios. También ya se había puesto a discutir con escribas y fariseos, y varias veces hasta los había corregido, y no debía hacer eso porque ellos eran los que sabían de la Ley y de las Escrituras. Por eso decían que no le subía el agua a los tinacos, como se dice hoy de alguien que no está bien de la cabeza.

Ese Jesús era el que andaba anunciando y haciendo presente el Reino de Dios. La expulsión de los demonios, el perdón de los pecados, la curación de los enfermos, eran signos que manifestaban el reinado de Dios en el mundo. Esto le trajo críticas también de parte de los escribas, especialistas en la Ley de Moisés y en la Palabra de Dios. Ellos decían que estaba poseído por Satanás y por eso lograba expulsar a los demonios de las personas. Más bien ellos eran los que se estaban dejando llevar por el demonio, que siempre busca opacar la vida de Dios en el mundo y hacer que las personas se alejen de Dios y su proyecto de vida, como hizo con Adán y Eva. Los escribas decían que Jesús estaba endemoniado porque no guardaba el sábado ni observaba el ayuno como estaba mandado; porque se relacionaba con Dios con mucha confianza y le estaba faltando al respeto. Alguien que vivía así, según ellos, no actuaba en nombre de Dios sino en nombre del demonio.

Aunque fuera tratado de loco y endemoniado, con lo que hacía Jesús estaba cumpliendo la voluntad de Dios. Hacía presente el Reino, porque con su servicio daba vida a las personas excluidas por la sociedad, condenadas por las autoridades religiosas, esclavizadas por el demonio y el pecado, y agobiadas por la enfermedad. Y Él esperaba —y espera— que sus discípulos se integren a la nueva familia, la de los que cumplen la voluntad de Dios como María, su madre, para colaborar con Él en el anuncio y construcción del Reino de Dios.

Que la Comunión sacramental de este domingo nos impulse a vivir con Jesús y como Él.

6 de junio de 2021

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