Homilía para el Domingo de Ramos 2023

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Caminemos unidos al Rey pobre y a la multitud que lo aclamaba: “¡Viva el Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”

Vivir la humildad y la confianza

Textos: Mt 21, 1-11; Is 50, 4-7; Flp 2, 6-11; Mt 26, 14-27, 66

PROCESIÓN: Jesús entró a Jerusalén montado en una burra y aclamado por la gente. Era un pobre aclamado por los pobres, una expresión clara del Reino de Dios. Era el rey pobre, anunciado por el profeta Zacarías. La gente que lo alababa con vivas era la pobrería abierta al misterio del Reino, que reconoció a Jesús de Nazaret como el profeta. Nosotros también lo aclamamos este domingo, unido a aquella multitud, con nuestro canto y nuestras palmas.

Además de dedicarle vivas, lo acompañamos en su camino hacia la cruz. A diferencia de los pobres, que lo reconocieron como profeta, como el enviado del Señor y el Hijo de David, los poderosos, encabezados por los sumos sacerdotes, lo condenaron a muerte, como escucharemos en la narración de la Pasión. Caminemos, pues, unidos al Rey pobre y a la multitud que lo aclamaba: “¡Viva el Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”.

PASIÓN: Acabamos de escuchar la experiencia que Jesús vivió durante su Pasión: angustia, entrega, aprehensión, abandono, enjuiciamiento, soledad, tortura física y psicológica, y confianza. Los internos de la Penal comentaron ayer que lo que ellos han sufrido es nada en relación a lo que sufrió Jesús, para que imaginemos –haciendo nuestra su experiencia– lo que Jesús vivió como consecuencia de anunciar y hacer presente el Reino de Dios.

“Jesús vivió en silencio todo su sufrimiento y uno, ante cualquier dificultad, luego quiere arreglar las cosas a golpes. Nos falta humildad”, comentó uno de ellos. Esto tiene mucho que decirnos. Las cosas, los problemas, las dificultades, nunca se arreglan con la violencia, a golpes, pleitos, habladas; eso las agrava todavía más. En el caso de Jesús, sí se arreglaron, pero no por su violencia, sino por lo que padeció. Él llevaba sobre sí nuestros pecados, como expresa el profeta Isaías (53,12). Nos alcanzó el perdón para que nosotros también lo vivamos.

La humildad de Jesús está sintetizada en las expresiones con que san Pablo describe lo que hizo en su misión redentora: se anonadó a sí mismo, tomó la condición de siervo, se hizo semejante a los hombres, se humilló a sí mismo, obedeció hasta la muerte y muerte de cruz. Se desprendió de su condición divina, se abajó, se convirtió en servidor y esclavo, se solidarizó con nosotros hasta en la muerte. Son actitudes necesarias para hacer presente el Reino de Dios. Si queremos que se experimente en la vida de nuestros barrios y colonias, en la vida de nuestra ciudad y de la Diócesis, tenemos que tomar las mismas actitudes del Crucificado.

A pesar de la angustia, de ser traicionado, entregado y negado, apresado, enjuiciado y torturado injusta y amañadamente, de sentir la soledad por el abandono de sus discípulos y de Dios; a pesar de no encontrar una respuesta a su porqué de lo que le estaba pasando, Jesús nunca perdió su confianza en su Padre. Le dijo: “Dios mío, Dios mío”. En la agonía estaba orando, pues esta frase es de uno de los Salmos. Esta actitud de confianza en Dios es fundamental en la vida. Por encima de los problemas, los sufrimientos, los sinsabores de la vida, estamos llamados a reaccionar como Jesús, expresándole la confianza al Padre, a pesar de que sintamos que nos abandona y no nos escucha. Él está ahí, por un lado, sufriendo con quien sufre, padeciendo con quien padece la enfermedad, el descarte, la exclusión, el abandono.

Dios escucha el clamor de quien confía en Él. Escuchó el de su Hijo, que le preguntó por qué lo había abandonado. Dice san Pablo que por eso lo exaltó sobre todas las cosas. La respuesta de Dios vino también en el silencio: lo resucitó durante la noche.

2 de abril de 2023

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