Homilía para el Domingo de Ramos 2013

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Cristo se humilló

Textos: Para la procesión: Lc 19, 28-40. Para la Eucaristía: Is 50, 4-7; Flp 2, 6-11; Lc 22, 14-23,56.

PROCESIÓN: Con la celebración de hoy, Domingo de Ramos, nos adentramos en la Semana Santa, que pasa por la pasión de Jesús y culmina en su Resurrección. Hoy acompañamos a Jesús en su entrada triunfal en Jerusalén, aclamado por la multitud de discípulos pobres como el rey venido en nombre del Señor. Lo acompañamos porque también somos sus discípulos y al agitar las palmas que tenemos en nuestras manos expresamos nuestra alegría.

Jesús nos muestra el camino para llegar a la Resurrección. El camino es el de la humillación. Él no buscó otra cosa que servir y dar vida. Lo manifestó en la multitud de curaciones que realizó, en la atención a los pobres, en la multiplicación de los panes, en la expulsión de muchos demonios, en la comunicación del perdón a muchísimos pecadores. Siempre estuvo al servicio de los demás. Esos son los prodigios que sus discípulos habían visto. Por eso glorificaban a Dios.

Su entrada a Jerusalén la hace también en la sencillez, como escuchamos en el texto de san Lucas. No entró en un caballo con todos los honores y guardias, como hacían los ricos y potentados, como los emperadores y reyes; no caminó sobre alfombras de terciopelo ni con vestidos lujosos. Entró montado en un burro, como hacían los pobres. Así, sentado en el burro, teniendo como alfombra los mantos de los pobres y su vestido ordinario, fue recibido por la multitud.

Con nuestras palmas y cantos nos unimos a esa multitud de discípulos que lo recibe, lo aclama, reconoce su sencillez, eleva su agradecimiento a Dios, grita su deseo de paz ante la dominación romana. Nosotros acompañamos a Jesús como discípulos pobres que lo recibimos en nuestro corazón, lo aclamamos con nuestros labios, ensalzamos su sencillez, queremos seguirlo en su camino, expresamos nuestra gratitud a Dios y manifestamos nuestra ansia de paz.

PASIÓN: Acabamos de escuchar, en palabras de san Pablo, que Cristo se humilló a sí mismo. Ese fue su estilo de vida y ese tiene que ser nuestro proyecto de vida. Si lo acompañamos en su entrada en Jerusalén, también lo tenemos que acompañar en su forma de vivir, en su entrega hasta la muerte, que abre el camino a la resurrección. No nos tenemos que quedar en la bendición de las palmas, ni en agitarlas y cantar, ni en haber venido a esta celebración dominical.

Humillarse significa abajarse, hacerse pequeño. No se trata de la humillación de unos para con otros, de hacer ver menos a los demás, de pasar por encima de ellos. Es humillación no le agrada a Dios porque es inhumana y, por lo mismo, anticristiana. Se trata de la humillación por decisión propia, por opción de vida, como Jesús, para dar vida. En la narración de la pasión que acabamos de escuchar hay muchos signos de este modo de abajarse de Jesús.

Él entregó su cuerpo y derramó su sangre por toda la humanidad; anunció a sus discípulos que iba a morir, que iba a ser entregado, que Pedro lo iba a negar, que sería considerado un malhechor; se ubicó como el que sirve, oró por sus discípulos; le dijo al Padre que quería hacer su voluntad, a pesar de la tentación de huir de la prueba amarga. Trató como amigo a Judas, cuando éste lo entregó con un beso; se identificó con los que son apresados injustamente.

Jesús Perdonó a sus verdugos, dejó que lo desnudaran y murió abandonado a su Padre. Todo eso es humillarse. Nosotros tenemos que acompañar a Jesús en ese modo de vivir. ¡Cómo hace falta en nuestro mundo, sobre todo de parte de sus discípulos, ponernos a servir, entregarnos a Dios y a los pobres, solidarizarnos, perdonar! Eliminemos de nuestra vida todo aquello que sea humillar a los demás y cultivemos lo que nos ayude a humillarnos para dar vida.

24 de marzo de 2013

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