EL MARTIRIO SILENCIOSO

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Juan Manuel Hurtado López

A raíz de la película “Pies descalzos en tierra roja” sobre la vida de Don Pedro Casaldáliga, obispo emérito de Sao Félix de Araguaia, en el nordeste brasileño, vienen a mi mente dos pensamientos. Primero, en los textos antiguos de los náhuatls en el altiplano mexicano, hay una oración que el gobernante ungido decía a Tezcatlipoca, antes de iniciar con su gran responsabilidad al frente de tan gran imperio.

Decía el Gobernante: “Haz el favor de no esconderme la lumbrera y el espejo que me ha de guiar…que es tu Reino y tu dignidad, y no mía, lo que tú has de querer que haga…ten por bien, Señor, de darme un poquito de tu lumbre…lo que me has de inspirar y poner en mi corazón, eso diré y hablaré ¡Señor humanísimo”.
Esto encontramos en Don Pedro Casaldáliga, un hombre apasionado por el Reino de Dios, una lumbre encendida en la montaña, una braza ardiente que lo que toca lo transforma.

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Y el segundo pensamiento va hasta Charles de Foucauld en su última etapa de vida en el desierto marroquí del Sahara. Progresivamente él fue asumiendo la cultura, la lengua, las costumbres, la pobreza y precariedad de los sahoríes del desierto hasta hacerse uno de ellos y entregar su vida hasta morir. A lo largo de tantos años eso nos ha mostrado Don Pedro Casaldáliga al encarnarse y hacerse uno de tantos sin insignias episcopales y quedarse para siempre en el Mato Grosso.

Dentro de la fe cristiana, muchas son las maneras de entregar una vida por causa del Reino de Dios. En la Iglesia tenemos santos, confesores, vírgenes, doctores, monjes, místicos, mártires. Cada uno de ellos nos muestra un aspecto de la vida de Jesús de Nazareth.

En el caso de Don Pedro Casaldáliga tenemos a un hombre apasionado por la causa del Reino y por ver y experimentar a una Iglesia desposeída de los signos imperiales y de poder; una Iglesia pobre y entregada a la causa de la justicia y de la misericordia. A este respecto es impresionante ver la toma de posesión de Don Pedro, con un remo como báculo y un sombrero típico de la región como mitra. Este es Don Pedro. Un poema del gran Ronaldo Muñoz da cuenta de esta utopía:
“Pocas catedrales de canto y oro,
muchas capillas de barro y tabla.
Pocos ricos adiestrados a la indiferencia,
Muchos pobres expertos en pasión compartida.

Durante muchos años fuimos testigos en América Latina de la palabra profética de Don Pedro Casaldáliga, de su testimonio radical de pobreza, de su aporte teológico, de su bella e incomparable poesía dotada de una fuerza extraña y poderosa capaz de remover los cimientos de muchas mentes y corazones. Esta es la lumbre que pedía el gobernante azteca.

Por más que lo quisieron callar en tiempos de la dictadura militar, nunca lo lograron. Pero también al interior de la Iglesia Don Pedro dijo abierta y valientemente lo que pensaba. Esto le trajo dificultades. Quizá, junto con Dom Helder Camara, fue el profeta más incómodo para el status quo de aquellos tiempos.
Ahora, ya anciano con 90 años, el obispo emérito es presa del mal de Parkinson y sigue entregando su vida en un martirio silencioso.

Y aquí entra nuestro tema. Don Pedro lo dijo abiertamente que el martirio es la forma excelsa de entregar la vida. En su caso, ni a sus detractores y enemigos les faltaron ocasiones e intentos para matarlo, ni a Don Pedro le faltó la entrega ni la decisión de enfrentarlo. Pero en los planes de Dios había otras veredas para Don Pedro: una vida así entregada en un martirio silencioso.
Su vida pues, así de sencilla, sin oros ni terciopelos, sin insignias episcopales: un testimonio.

Su palabra de fuego libre como un ave: un testimonio.
Su acción evangelizadora preocupada por los más pobres que fue creando transformación en aquella realidad de verdadera esclavitud en el Mato Grosso: un testimonio.
Su desapego radical de todos los bienes aún de aquellos legítimos como la cercanía con su madre y con su tierra: un testimonio.
Don Pedro se prometió a sí mismo nunca volver a su tierra, cosa que cumplió aún en el caso de la muerte de su madre. Él sí que quemó sus naves.

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